FELICIDAD

¿Quién es feliz?.. Yo, desde luego, no. Y no hablo de sentirse satisfecho, ni de estar en paz, ni de conformidad con uno mismo tampoco… no. Hablo de la felicidad, que es la plenitud de todo. No diré yo que no exista, que no la goce algún privilegiado ultrahumano, o que sea un invento de las personas, pues ignoro lo que los demás entienden por felicidad, así que me limitaré a decir que yo no la conozco, ni en mí ni en nadie de mi alrededor, al menos aquello que creo que puede ser la felicidad. Es más, pienso que el concepto, mi concepto al menos, de felicidad, se excluye a sí mismo. 


                Y lo creo así porque el ser humano está en el jodido mundo para perfeccionarse, me parece a mí, y entiéndase “mundo” por “vida”, por existencia material, que además medimos desde la única que conocemos, quedándonos cortos por los “corticos” y limitados que somos. Y, claro, la percepción de la perfección viene dada por la experiencia, al igual que la experiencia viene a través del sufrimiento, de la superación de los obstáculos, los problemas y las desgracias. Y eso no puede generar felicidad, si no otra casa que, por amable que sea, ni pálidamente se le parece. La puñetera vida es una carrera de pruebas contínua, desde el primer nacimiento hasta la última muerte. Unas más duras que otras, pero pruebas al fín y al cabo, y ninguna prueba, por satisfactoriamente que concluya, genera felicidad alguna. Sí que conocimiento. Pero el conocimiento y el precio que hay que pagar por el mismo puede generar satisfacción, pero… ¿felicidad?..

                Quizá el motivo esté en que la felicidad, al igual que el amor, son conceptos absolutos. Y el absoluto solo puede residir en otro concepto más absoluto todavía: en el de Dios. Y Dios es plenitud en la misma forma que el hombre es limitación. Es más, personalmente estoy convencido que esos dos conceptos, felicidad y amor, es el mismo, si bien que, adivinados más que percibidos, con diferentes lentes. Pero desde nuestra experiencia, desde nuestro limitado conocimiento de las cosas, ni lo uno ni lo otro es completo, por lo tanto, solo lo intuimos a través de sucedáneos que nos engañan más que nos enseñan.

                Me dijo una vez un sabio amigo mío que “la ventaja de ser inteligente es que se puede fingir ser cretino, mientras que el contrario resulta imposible”. Y traigo esto a colación por aquello que suele soltarse como un axioma de que solo los cretinos llegan a ser felices. Si mi amigo el sabio tiene razón, entonces la conclusión es tremendamente cruel, porque el inteligente puede fingir ser feliz aun sabiendo que la felicidad es cosa de cretinos. Sin embargo, algo hay de cierto en ello, ya que afirmamos  vanamente que somos más o menos felices con una ligereza espantosa, al igual que decimos que amamos, aun sabiendo que lo que no perdura es tan solo que apariencia, que no es cierto porque lo efímero es lo falso…

                …Bueno, se me dirá, nada dura por siempre, así que… ¿todo es mentira?. No, no digo eso, ni mucho menos. Pero sí que me aventuro a decir que todo es irreal. Hasta nosotros mismos, al menos los cuerpos por los que nos conocemos unos a otros. Todo lo que no permanece, no existe, pero todo lo que existe, permanece. Es un principio hermético de sabiduría oculta. Pero también es científico, porque es una ley de la física quántica. Incluso filosófico. Kant utilizaba la tríada bondad-belleza-verdad para asegurar que lo que es bueno es bello, y lo que es bello es verdadero… aunque sea irreal. Luego, sí, la felicidad, como el amor, existen, pero no son de este mundo.

                Por lo que volvemos al principio del rollo macabeo de hoy: no conozco la felicidad, pero conozco lo que se conoce por felicidad. Y con eso, me conformo, pero no me engaño. Como imagino que se conforman la inmensa mayoría de las personas. Pero eso no es motivo para confundirse tontamente con lo que somos incapaces por naturaleza de producir, y, por lo tanto, de transmitir… Así que cuando deseemos felicidad a los que queremos, sepamos que estamos deseando lo que no alcanzamos ni a dar ni a recibir. Que como buenos deseos, vale, está bien, pero reconozcamos al menos que usamos y abusamos, y vulgarizamos y abaratamos algo que es único, y tan tremendamente valioso que no tiene precio.

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