EL PRESENTE
En un relato
corto de una persona a la que han diagnosticado una enfermedad terminal, leo la
frase: “entiendo que, cuando no tienes
futuro, ya solo te queda el pasado”. La verdad es que es muy dura…
Ciertamente, dadas las circunstancias. Sin embargo, y esforzándome en entender
lo que la motiva, me atrevo a sugerir una variante un tanto correctora. Y
perdonen mi audacia… Pero yo pienso – casi creo – que el pasado solo vale para
conformar el presente, y el futuro no existe (al menos, desde nuestra
percepción del aquí y el ahora). O sea, no existiría el hoy sin un ayer, como
no existirá ningún futuro sin un hoy. Esto es, el pasado ya no existe, y el
futuro aún no existe. Al final, solo nos queda una sola y única cosa: el
presente.
Sin que esto invalide el
concepto atemporal de la realidad (teoría de la relatividad), ni la del
presente contínuo, ni nada de nada, sí que es cierto que nuestra percepción de
tal realidad es la del presente, y entiéndase como vivir la experiencia de cada
momento – sí que con las referencias del pasado – en toda su plenitud. No como
aquel amigo mío que solía “ponerse en presente” cada vez que quería,
precisamente, eludir el mismo presente. No, no es eso. Hay algo que no podemos
evitar, y es la responsabilidad de nuestros actos más actuales, que nos
sobrevendrían en ese hipotético futuro por venir. De hecho, nuestro presente,
piénsenlo bien, es la responsabilidad actual de nuestros actos pasados. Al
menos, en una parte importante, ya que, lo admito, hay otra que se me escapa, y
que no sabría explicar sin la existencia de una cierta providencia.
Pero el futuro, en realidad, es
un acto de fé. Una especie de… tengo presente, luego habré de tener futuro. Por
eso me explico, y entiendo, que una persona a la que le diagnostican que se va
a quedar sin futuro, se refugie en el pasado, puesto que ya no tiene un futuro
en el que pensar. En cierta forma, es un sentimiento lógico y normal. Pero es
una percepción falsa, porque, aún en esos casos, queda lo más importante de
todo lo que existe, y es el presente, la causa y el origen de la existencia. Es
cierto que los que superan esa primera fase, comienzan a relativizar, y a darle
un valor trascendental a la realidad del día a día, a vivir intensamente todos
y cada uno de sus momentos, a distinguir con claridad cuánto merece la pena su
personal presente. Solo aquellas que han sufrido tal experiencia no van a tener
dificultad en entender lo que me esfuerzo en explicar. Es más. Me lo podrían
explicar ellos a mí, y no yo a ellos.
Y en eso, sinceramente, les
envidio. Y mucho. Si todos pudiéramos experimentar y valorar nuestros actos
cotidianos desde esa dimensión, estoy absolutamente seguro que cambiaríamos el
mundo. Y cambiaríamos el futuro tan solo que cambiando nosotros en nuestro
presente. Pero no podemos… O no sabemos poder. Los recuerdos nos arrastran y el
futuro nos angustia, y eso hace que no sepamos vivir el presente, y que nos
preocupemos por nuestros hoys de cada día como burricos enganchados a una
noria. Una noria virtual, por cierto, que hemos construido nosotros mismos a
base de darle vueltas y más vueltas.
A veces, me quedo mirando a mis
perros, y veo que saben aplicar a la perfección aquello de “si esto tiene
remedio, no te preocupes, y si no lo tiene, tampoco lo hagas”. Saben vivir su
presente como aquellos pájaros del cielo o aquellas flores silvestres de aquel
mal entendido Evangelio de aquel peor entendido Jesús… Quizá sea porque carecen
de la capacidad de recordar el pasado más pasado, y por ende, la de prevenir su
futuro, y entonces no se lían como el ser humano. Tampoco lo sé. Solo sé que
las personas, que por nuestras capacidades podríamos transcender nuestras
autolimitaciones, no lo hacemos.
Fíjense hasta donde ha llegado
la reflexión inducida por la frase del principio. Que ha cubierto el artículo de
esta semana. Ustedes ya conocen, y saben de mi debilidad por compartir con los
que tienen el vicio de leerme, todo lo que considero importante. Y esto, lo es,
sin duda alguna… En verdad, deberíamos de pararnos de vez en cuando, sosegar el
barullo de nuestra mente, y darle unas cuantas vueltas de tuerca a estos
pensamientos. Y ojalá lo hiciéramos a menudo, y con la frecuencia que
necesitamos. Nuestro espíritu lo agradecería. Y otro gallo nos cantaría. Así
que voy a ver si me hago caso y presento más mi presencia al presente. ¿Y
usted?..
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