CON PERMISO...



Por mi artículo de hace un tiempo, “Resucitado”, merecí ser crucificado y también desde ciertos sectores de la ortodoxia cristiana… perdón, católica. Lo más amable que me dijeron es que era un ignorante alucinado e irrespetuoso. Lo segundo, y tercero, y demás letanía ora pro nobis, lo dejaré al albur, pero lo primero no lo admito. Me he pasado demasiados años de mi vida formándome e informándome en ello, leyendo todo cuanto caía en mis manos sobre el tema, buscando y encontrando – cuando me lo podía permitir - libros impensables, estudiando las religiones comparadas, y sumergiéndome en todos los textos, documentos, historia e investigaciones llevadas a cabo. Ha sido mi afición y mi vicio, que ya no digo mi oficio. En cuanto a lo de alucinado, enfin… También ha habido otros opinadores, educados, respetuosos, e incluso animosos. Y uno hubo que hasta me tachó de estar asociado con el diablo (sic).

                Bueno… yo tengo mi propia idea pragmática sobre el diablo, aparte de que éste sea un colaborador necesario de Dios, naturalmente, pero me permitiré explicarlo más adelante si dispongo de lugar. Lo que sí quiero es seguir por donde entonces lo dejé, al fin de darles a entender por qué para mantener mi fe en Jesús me resulta anecdótico que el divino galileo muriera en la cruz, que no muriera y viviera, que resucitara o no resucitara, o que subiera a los cielos o se quedara en este berenjenal. Me da igual porque yo no necesito de prodigios y milagros en que basar dogma alguno. Y es tal y así porque creo sinceramente que el mensaje último de Cristo es que la muerte no existe, que solo es trascender una realidad y aterrizar en otra, y que el cuerpo no cuenta en ello para nada. Por lo tanto, no hay muerte de qué resucitar, ni cuerpo que rescatar. Es un contrasentido absurdo afirmar que no existe la muerte para luego decir que se ha resucitado de una muerte que no existe. Como igual vino a decir que todos somos hijos de Dios y no Él solo, que todos estamos vinculados a Él mismo y entre nosotros mismos, y que ese Dios, ese Padre, no está en nada del mundo, ni en ningún templo, ni sinagoga, ni mezquita, ni sacerdocio alguno, ni religión alguna. Solo dentro de cada cual es su auténtico Templo. Y el encontrarlo es ponerse en contacto con el Reino. Directamente. Trascendiéndose (transfigurándose) a sí mismo desde uno mismo. Tanto Él, como nosotros…

                Todo lo que nos ata a este mundo, a la materia, a la condensación más grosera de la más pura energía, es diabólico. “Mi Reino no es de este mundo”, dijo. Y, por el contrario, cuanto tiende a la liberación de esa fuerza, a evadirse de la materia y dirigirse a la energía primordial y primaria (Dios), es enfocarse al Reino del Padre. “A Satanás le fue dado poder sobre el mundo”, también dijo. Por lo tanto, el diablo es una fuerza centrípeta que nos ata, y Dios es una fuerza centrífuga que nos libera. Y al igual que cada ser humano, cada persona, es atado a la fuerza centrípeta por su nacimiento, es liberado de la misma por la muerte, si bien esas personas, esos seres humanos, llevamos dentro todos y cada uno de nosotros la conexión directa con Dios, con ese reino que no es de este mundo. Y fuera de él es este mundo, el mundo donde “los muertos entierran a sus muertos”.

                La cuestión para ser un Cristo en esta vida supone vencer lo que nos condensa en la materia para rendirnos a lo que nos aligera de esa misma materia. Jesús lo hizo retirándose al desierto para vencerse a sí mismo. Buda lo logró retirándose dentro de sí mismo. La metáfora del desierto y del retiro es la misma. La noche del alma de Santa Teresa. Pero nunca, jamás, tuvo el cuerpo más importancia que una ropa vieja, usada y gastada, ajada, como para tener que resucitarlo junto a lo único importante, que es el espíritu…

                Lo que pasa es que Jesucristo se adelantó más de dos milenios a la Teoría de la Relatividad, de Albert Einstein, a la del Bing Bang, de Setephen Hawkings, o a la del Bossón de Higgins, o “la Partícula de Dios”, como se le conoce, y que también podríamos llamarla “la Partícula del Diablo”, pues describe el momento en que el spin de energía se convierte en materia. Jesucristo vivió dos mil años antes de que los seres humanos pudieran llegar a intuir la Física Quántica a través del camino de la ciencia, ya que no de una fe que torcieron y falsearon sus dudosos seguidores fundadores de iglesias. Pero nacemos y nos movemos en una dimensión material donde vivimos sujetos a unas leyes físicas hechas de espacio y tiempo. Un espacio y un tiempo que Einstein demostró que era un estado relativo, cambiante, que hasta podría desaparecer en determinados momentos, fundiéndolos ambos en la nada, en el caos, en lo absoluto. Un espacio de tiempo que Hawkins usó para desplazarse al origen de su principio, cientos de miles de años luz. Un espacio-tiempo que Gautama, el Buda, experimentó como una engañosa ilusión de los sentidos. Un espacio-tiempo, en definitiva, que Joshua Ben Youseph, el Cristo (que no el Mesías) sabía que era una cárcel creada por nosotros mismos y para nosotros mismos, y que pasó por encima de su propia entidad física con todos sus sufrimientos y consecuencias, para mostrarnos el camino.

                Por eso, que ahora me quieran inclinar a venerar su cuerpo, su imagen, su iconografía y su iconosofía, antes que su camino, su mensaje, su enseñanza y su filosofía, me parece un disparate. Una barbaridad… con el permiso, claro, de todos ustedes, y sin ánimo de ofender a nadie… salvo los que se ofenden a sí mismos por sí solos, que esa es otra…

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / El Mirador / www.escriburgo.com / viernes 10,30 h. http://www.radiotorrepacheco.es/radioonline.php

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