... MÁS COSAS MÍAS.
A raíz de las “Cosas mías” de semanas atrás, muchas
personas, en realidad más de las que podía esperar y de las que menos podía
esperarlo, me llamaron por teléfono, me enviaron emails, o me paraban por la
calle, para mostrar su sorpresa, o su simpatía, o incredulidad, o condescendencia…
o para preguntarme si es que tenía dudas del resultado de esas décadas
dedicadas a ajenos negocios, y nunca mejor dicho ni con mayor propiedad. Pues
no. Ninguna duda. Tengo muy claro que he sido un buen tonto útil, y que en muy
pocos he podido influir algo, pero yo sí que he aprendido muchas cosas buenas y
al menos cuatro malas: lo falso de ciertas amistades, lo ingrato de ciertas
relaciones, lo hipócrita de ciertos homenajes y lo barriobajuno de ciertas
actitudes.
Mas todo eso queda enmarcado en
algo tan básico, elemental y simple como la experiencia. Y eso tan solo que
eso: experiencia. Nada más que experiencia. Y toda experiencia es enriquecedora
independientemente del saber que aporte a tu espíritu y del sabor que deje en
tu alma, que son dos cosas distintas, dos niveles diferentes… Y hay
experiencias con sabor a fresa, a nata, a menta, a pistacho, o del sabor del
acíbar. Y todas, absolutamente todas, te aportan conocimiento que, como sabéis,
es la quintaesencia del sentimiento. Así que nadie se preocupe ni se conduela,
por favor, pues tanto el sentirse satisfecho como el sentirse defraudado son
sentimientos que enriquecen ambos por igual la alquimia del cocimiento… digo
del conocimiento. Y, aunque no lo parezca, los dos tienen, en el fondo, el mismo
valor. Al final, creedme, es lo que realmente importa.
Alguien dijo que las personas
nunca definen la historia, sino que es la historia la que define a las
personas, puesto que las personas tan solo pueden definirse a sí mismas. Pues
eso. De poco o nada sirve lo que creamos o lo que pensemos. Los hechos son los
hechos y los actores son los actores de cada acto. La obra, la tragedia, el
enredo, el drama, la comedia, jamás, nunca, tiene fin. Así pues cada cual haga
el papel que mejor sepa hacer, que yo, como pude, ya hice el mío, y saqué mis
propias conclusiones de ello… y a pesar de ello. Lo demás no es relevante.
Por eso, a quién me escribió que
en ese artículo “parecía estar dándome el
pésame a mí mismo”, le contesto ahora que no. En absoluto. Ni mucho menos.
Es posible que pueda parecerlo, pero no lo es. Que uno crea no recoger los
frutos esperados no quiere decir, en modo alguno, que la vivencia no me fuese
necesaria. Seguro que la necesitaba como el comer… Y eso siempre, siempre, es
positivo. Lo que no debemos hacer, o al menos así lo creo yo, es dejar de ser
objetivos con los propios objetivos, no sé si me explico… Y mi objetivo, por lo
que se ve, o deja de verse, estaba “ligeramente” desviado de mi punto de mira.
Nada más que eso. Pero la clase era buena, los profesores excelentes, y la
lección está perfectamente aprendida. Por lo tanto, todo está bien, todo es
correcto. Si dí la apariencia de pésame, quizá sea porque en un entierro
siempre es inevitable cierta sensación de duelo.
Mirad… Si algo he aprendido, por
mucho que me haya costado entenderlo, es que lo que yo espere, o deje de
esperar, de mis actuaciones, no tiene absolutamente ninguna importancia.
Ninguna. Por lo tanto, si esperaba algo que he creído no obtener, entonces
tengo un problema. Un problema creado por mí mismo contra mí mismo. Y no debe
ser así. Y no quiero que sea así. Y no es así. Como no tiene que ser para
nadie. Lo que se hace sin buscar los propios intereses no tiene más frutos, ni
más resultados, ni conclusiones, que los de la propia conciencia, y el esperar
cualesquiera otros es un error, dado que sería el miserable egoísmo de un pobre
ombliguismo… Así que cada cual ande su camino, aún en busca de su queso y de su
vino. Yo ya pasé mi página… Y me la sé de pé a pá.
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