AUTORETAZO
“…Después dijo Dios: Haya un firmamento entre
las aguas,
que separe las unas de las otras, y así fue.
E hizo Dios el firmamento, separando por medio de
él
las aguas que hay debajo y de las que hay sobre
él….”
Génesis, 6-8.
Los nubarrones plomizos del
cielo querían unirse a las aguas, pero el mar no se dejaba. Su piel, de mil
tonos grises, antes azules, rechazaba la fusión en la lejanía con una violencia
inusitada. La lluvia dulce se convertía en salada nada más besar su superficie
de plata vieja, en un intento desesperado de volver a juntar lo que antes
estaba unido y Dios separó, y en su deseo insatisfecho hacía desaparecer las
islas que nacían del mismo fondo de la nada.
Cuando su madre decía que una
tormenta se la tragaba el mar, concedía su tiempo al viento maestral para que
hiciese su trabajo de empujarla a la acuosa garganta, y peinase sus lindes de
albardines y lentiscares, que imaginaba como sienes venerables de la laguna.
Enseguida corría a sentarse en la orilla, dejando colgar sus piernas de los
cantiles y mirándose en la hipnotizante magnificencia de la naturaleza. Y así
mismo era, en efecto; la tormenta se debatía espectacularmente entre el
inabarcable paladar celeste y la inmensa lengua de agua que parecía atraerla
hacia la infinitud de la línea del horizontes.
Un combate majestuoso se
desarrollaba entre aquellas fauces naturales ante sus ojos, plenos de mudo e
inenarrable asombro. Los relámpagos, lujuriosos, zigzagueantes, encendían las
simas de la oscura techumbre cargada de algodón negro, reflejando rabiosos
fogonazos e incendiando las aguas inquietas que componían los mil cristales de
un espejo roto. Lo que antes eran truenos estallantes, que casi lo
sobresaltaban, iban convirtiéndose en un fragor sordo, ominoso, como si cien
bocas de bronce maldijeran con voz gutural, cavernosa, de cañones desiguales y
frenéticos. La lucha, igualada en poder y majestad, se mantenía cosida entre
cielo y mar por hilos quebrados de rayos atraídos por las aguas, como saetas de
fuego y plata…
…Luces, bramidos, colores,
sonidos, estallidos, aromas viejos y nuevos mezclados en un mismo tiempo y
lugar. El ambiente, húmedo, electrizado y electrizante, impregnado de ozono, de
olores salinos cargados de incontables matices marineros y marinos… incluso
podía oler la brea arrancada al calafate de alguna barca, presa en alguna
escollera cercana, que quizá se debatía en soltar sus amarras para huir a
tierra firme… Todo, todo se fundía en una sinfonía mágica y prodigiosa de
sensaciones. Todo se aleaba en un crisol arcáico y eterno, alimentado por la
sabiduría y fantasía de algún alquimista loco. Todo se fraguaba en el yunque de
un Vulcano horrible a la vez que sensible.
La vibración, cíclica y
estremecida, tumultuosa, casi orgiástica, de la tormenta, iba reclinándose en
un rubor de luces y un rumor de ecos, ora lejanos, ora cercanos, acompasándose
con el oleaje in crescendo de un mar ya nervioso. La fatiga del relámpago, el
cansancio del trueno, también dejaban su poso y paso al horizonte perdido, aún
velado por una niebla de lágrimas mansas, mientras la bóveda del cielo se abría
en dos mitades, tenebrosa aún la del fondo, y titilante de tímidos luceros la
de sobre su cabeza. Un levante incipiente comenzaba su labor de acercar las
olas a los muelles para romperse en ellos, y el mar, la mar, empezaba a
recobrar su alterado trasiego.
El mar, la mar, masculino en su
pleamar, femenino en su bajamar, macho en sus embates, hembra en su inmensa y
jubilosa plenitud… mar pequeña, mar chica, hija de un mar mayor del que alguien
por entonces dejó escrito que aún hablaba el latín de los antiguos dioses.
El chiquillo se puso en pié,
desentumeció sus piernas dormidas y enfiló la corta calle que, doblándola, lo
devolvía a su casa. El viejo perro de los hermanos Olmos le envió su ya
familiar ladrido de aviso cansado y cascarrabias, como hacía siempre, y el crío
pensó por un momento que cuando las tormentas ya no se las trague el mar tal y
como él las veía, oía, olía y vivía, cuando a las golondrinas se les olvide
volver a empezar sus nuevos nidos viejos, cuando las abejas dejen sus panales
vacíos, cuando las mariposas ya no vistan el aire de colores, también
desaparecerá un tiempo, su tiempo, y entonces todo habrá acabado, o, si acaso,
comenzará el principio de un final. Del final de ese tiempo que él tanto amó.
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