AYER, COMO HOY...

Estamos viviendo viejos tiempos nuevos. O nuevos tiempos viejos, me es igual… Hay personas que me comentan sobre la precariedad de los jóvenes para el trabajo, para encontrar un empleo… digno (se suele decir como una muletilla), para buscarse una nómina fija, no digamos un puesto del estado, sacar unas oposiciones para encasquetarse de funcionario… Sobre todo, me dicen, la inseguridad de tener que trabajar por cuenta propia, de jodido autónomo. Y se quejan – nos quejamos – de que jamás hemos vivido tiempos tan malos e inseguros como estos. Pero lo cierto es que no es cierto. La verdad es que no es verdad. Lo cierto y verdad es que son tiempos ya vividos.
 
                En tiempos de la posguerra todo era así, y aún mucho, muchísimo, peor que hoy. Mi padre, por ejemplo, militar derrotado de una derrotada república, tuvo que hacerse autónomo de la brocha para mantener a la familia, antes, incluso, de que se inventaran los propios autónomos como tales. La inmensísima mayoría de la gente solo eran eso, autónomos de sí mismos, buscavidas de oficio propio, empinaplatos por su cuenta y riesgo, y sin ninguna estructura administrativa de apoyo detrás, ni económica, ni social, ni educativa, ni sanitaria… Todo dependía de lo que uno mismo supiera o pudiera hacer por sí mismo y para los demás. Casi que un 90 o 95% de la población se las buscaba por su cuenta, unos pocos trabajaban para otros con más posibilidades, y unos poquísimos eran funcionarios del estado.

                Los de esa generación no tuvieron más opción a la que agarrarse, y la generación que fuimos herederos naturales de aquella tampoco tuvimos otras oportunidades que tirar del mismo carro y hacer más de lo mismo… Algunos privilegiados pudieron estudiar, no muchos, y buscarse un puesto más seguro, menos arriesgado y mejor pagado, si no se incorporaban a un funcionariado estatal que comenzaba a crecer y a formarse. Pero los de aluvión no tuvimos mejor suerte que seguir y proseguir levantando pared con el mismo andamiaje que el autonomiaje. Y hemos consumido toda nuestra vida activa en la precariedad, el funambulismo y la inseguridad de nuestro trabajo. Donde el día a día era salir a la pista a realizar equilibrios. Lo mismo que vivieron y vivimos en nuestros padres, si bien que, eso sí, con mayores comodidades y con mayores deudas. Y así hemos sido muchos, muchísimos en realidad, desde los doce o catorce años hasta nuestra puñetera jubilación. Casi podemos decir que hemos sobrevivido a la escuela de economía de supervivencia.

                Por eso, cuando algunos jóvenes hoy se quejan de lo que ha sido vivencia común y casi habitual en sus generaciones precedentes, llevan razón en parte, pero no la llevan del todo. La llevan porque hay que aspirar siempre a mejorar las condiciones de vida, y a nadie le gusta bajar el par de escalones que se habían subido. Pero no la llevan en absoluto cuando dicen que les ha tocado lo peor. Porque no es cierto. Sus padres, por lo general, lo tuvieron peor, y sus abuelos aún mucho peor, muchísimo peor, que lo tienen ellos. Lo que pasa es que en este país hemos hecho abstracción de nuestra historia, tanto de la reciente como de toda la demás. Nos hemos encadenado a un presente sin pasado y nos hemos encaramado, nosotros y a nuestros hijos, a un futuro rico en derechos y pobre en responsabilidades. Y esto de ahora nos viene grande. Y es cierto que no son buenos tiempos, y que la comodidad del empleo no es la del autoempleo, que es cualquier cosa menos cómodo, y que es menos arriesgado que arriesgue otro que arriesgue uno, y que es mejor tener un jefe al que mirar que mirarse uno mismo en el espejo de cada día. Pero no es cierto cuando se proclama el victimismo de esta época. Ni es verdad, ni es justo tampoco.

En esta cuestión, como en tantas otras, ningún tiempo pasado fue mejor. Hoy, como ayer, tiene sus propias dificultades, unos efectos debidos a sus propias causas, y unos defectos debidos a sus propios motivos. Pero las consecuencias no son peores, en modo alguno, que las que incontables de nosotros hemos vivido ya, la hemos sufrido, y la hemos capeado como hemos podido… No me estoy quejando de lo que me tocó o nos tocó a tantos. Solo estoy recordándolo a los que se quejan hoy, para que se quejen los justo y en justicia. Solo hay una forma de superar este tipo de situaciones, solo una manera: trabajar como siempre se ha trabajado y luchar por mejorar como siempre se ha luchado. Sin condiciones previas. Los derechos, las quejas y las reivindicaciones son los últimos invitados en sentarse a la mesa.


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