EGOS

El yo es redondo como un bollo. Rula y se hincha proporcionalmente a los impulsos externos recibidos. En todas las ocupaciones en las que interviene el “amado” público, y, por lo tanto, su “incondicional” apoyo, o aplauso, o, sobretodo, su babosa sumisión, como es el caso de los artistas, deportistas, autores de éxito, profesionales relevantes, y, por encima de todo, políticos, los yoes suelen ser descomunalmente anormales. De hecho, hay egos que convierten a los seres humanos que habitan en sus esclavos. Han de ser alimentados continuamente, como los ya tiránicos e insaciables yoes que son. Muchos dependen de sus egos, mantienen su ritmo de vida y llenan sus copiosos platos vendiendo a su yo en reportajes contínuos de la prensa idiota para idiotizados idiotas, que los pagan… Los consumen multitud de minúsculos yoes empequeñecidos que solo saben verse en el espejo de otros yoes divinizados por ellos mismos. Son los yoes enanos que se miran en los yoes que ellos han agigantado. 

                Porque, lo cierto y verdad es que todos tenemos un yo montado en la chepa de cada alma. Y en la inmensa mayoría, esos egos vienen a ser como la ropa del niño pobre, que casi nunca la viste a su medida. O bien le viene grande, o bien le queda pequeña. Lo normal es que, cuando uno se viste con su yo, casi siempre vaya hecho una facha. Y eso pasa porque confundimos lo que nos viste con lo vestido, lo que somos con lo que nos refleja. Confundimos la ropa con el espejo, los valores con los egos, con los yoes… Y lo hacemos justo al revés de como deberíamos, esto es, nos vestimos de espejo y nos miramos en nuestra ropa, que es lo que ven los demás, la ropa que llevamos puesta… Pero lo cierto es que hemos de mantener un cierto equilibrio entre ambos, y ver con qué valores alimentamos nuestro yo para que ese yo no nos coma… ni se nos quede grande, ni pequeño…

                Yo estoy seguro que mi ego me conoce más y mejor que yo lo conozco a él. Lo que pasa es que no lo sé. No solemos darnos cuenta de ello, no somos conscientes. De ahí la sutileza del yo o de la persona que lo lleva… o mejor dicho, del yo que lleva a la persona. Moisés se topó con un pequeño incendio que le largó aquello del “yo soy el que soy”, o yo soy “quién” soy, que viene a ser lo que es. No le dijo yo soy “lo” que soy. Eso es lo que parecen decir muchos de los que se ven admirados por los yoes muertos de hambre. Que van proclamando yo soy un fenómeno, un artista, un genio, una celebridad, un esto o un aquello, pero no se preguntan a sí mismos “quienes” en realidad son. Y eso es, ya lo he dicho antes, porque le preguntan a su ego, pero no se preguntan a sí mismos.

                Dirán que hoy me ha dado por un artículo moralista, pero no, qué vá… de hecho es un artículo realista. Es lo que vemos cada día en los periódicos, en la televisión, en las calles… Vemos grandes hombres con unos egos pequeños, desapercibidos, como vemos hombres pequeños con unos egos enormes, que se perciben solos. En medio de ellos estamos el gran resto, que nos movemos en nuestra medianidad entre una infinidad de tallas de egos, y nos debatimos entre el sobresalir de lo mediocre y el mantenerse en lo discreto. En esto pasa como con el estilo, o con la elegancia, que cuanto más se tiene, menos se nota. 

                Nadie está capacitado para medir su propio yo. Todos somos demasiados subjetivos para poder hacerlo. Desconfiad de los que osan calificarse a sí mismos, de los que dicen “yo me conozco”, pues sufren de falsedad objetiva. Necesariamente. Tan solo podemos calibrar la medida del ego ajeno por sus poses, por sus palabras, por sus hechos. La clase política es un capítulo muy ilustrativo de ello. Cuando uno compara su agresividad en venderse a sí mismo con su inexistente capacidad para sacrificarse a sí mismo, cuando uno ve el alto auto-aprecio de su propia figura, la prepotencia y la soberbia de sus juicios y de sus actos, y la nula posibilidad de saberse equivocados, se está oyendo la voz de sus egos por encima de su propia voz. Dicen que obedecen al pueblo, pero no hacen lo que el pueblo quiere, si no lo que le dictan sus egos.


                Pero no me malinterpreten… No es que el yo sea malo. Es  malo el yo sobrevalorado, el ego que sobrepasa su propia medida. El mal yo es el que te hace luchar para obtener lo mejor, el buen yo es el que se limita a hacerte mejor. Tan solo es cuestión de alimentarlos bien y educarlos mejor. Como a los buenos perros.

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