A VER... UN POCO MÁS.



Hay quien me pide que escriba algo más sobre la historia de nuestra religión, y me hablan, en concreto, de los Evangelios. De hecho ya se han juntado unos cuantos con esta petición… Y hay quién me amenaza de borrarse como lector y seguidor si sigo tocando tales temas, y colocarme en el Índex de autores malditos. El problema aquí es que yo no suelo escribir de Religión, si no de Historia. La religión se escribe desde el dogma, y la historia, incluida la religión como tal, desde la propia historia. Lo que pasa es que el fundamentalismo religioso rechaza esa misma historia, salvo, claro, aquella que, sacada de contexto, parece convenirle. Y esa, a mí no me vale. A mí solo me sirve íntegra, con toda la perspectiva que pueda alcanzar, desde cualquier ángulo que se pueda ver y examinar…

                Claro, me hablan de los Evangelios, y hay que recordar que tales Evangelios, excepto el de Mateo, que está tomado del hebreo o arameo original, fueron todos escritos en griego más de un siglo después de Cristo y bajo la batuta de San Pablo. Un San Pablo, que ni conoció a Jesús ni cristo que lo fundó, ni tuvo la experiencia ni convivió con los apóstoles, ni se cayó de caballo alguno que no fuera una bien urdida metáfora. Luego, esos textos volvieron a traducirse al latín, tras los “retoques” y/o manipulaciones efectuados en los escritos por el Concilio de Jerusalén, así como “adaptados” al catolicismo político de Constantino, en el de Nicea. La primera traducción del griego se conoce como la Septuaquinta. Un ejemplo: en los Evangelios Canónigos se lee que “He aquí que una virgen concebirá en su seno y dará a luz un hijo”, porque había que encasquetarlo a la profecía de Isaías 7.14 literalmente, pero en el original arameo, o hebreo antiguo, habla de una joven que concebirá y dará a luz un hijo. Dieron el cambiazo a almah (joven) por parthenesis (virgen).

                Por eso que los primeros cristianos, como los ebionitas, solo admitían el de Mateo y rechazaban todos los demás. Pero ya sabemos cómo los nuevos cristianos persiguieron y aniquilaron a los antiguos cristianos. De hecho, en el citado Concilio de Jerusalén (50 d.c.) Pablo se enfrenta a los Apóstoles, presididos por Santiago – hermano carnal de Jesús – de donde tuvo que salir por piernas salvando el pellejo por ser ciudadata romano, siendo tratado de traidor desde entonces por la Iglesia de Jerusalén, la auténtica heredera de las enseñanzas de Cristo. Así que Pablo elaboró una nueva para “vendérsela” a los gentiles, y fue, en definitiva, la que prevaleció sobre el original. Pablo no obtuvo más apoyo que de sí mismo, así que se autoproclamó apóstol camino de Damasco cayéndosele la tal idea del caballo.

                Así que en el año 54, Pablo se independizó del cristianismo original en su Carta a los Gálatas, 2.10 y en Romanos 15 y 25.27 donde reniega de Santiago y Cía, llamándolos judaizantes y pobres. A Santiago siguió Simeón (según el historiador judeoromano contemporáneo Flavio Josefo), pero si echamos un vistazo a la lista de Papas, tras Pedro, al que Pablo no tuvo más remedio que reconocer como auténtico por su conexión con Jesús, el resto son ya discípulos paulinos. Hasta tal punto se fue borrando y suplantando la historia de una iglesia por otra. La auténtica, la original, la única, desde la óptica paulina triunfante, se la condenó a pasar por una secta de la segunda, asumiendo precisamente el insulto recibido de Pablo: los pobres (hebyoním en arameo), o sea, los ebionitas, a los que yo citaba al principio… Todo eso explica que los primeros textos del Nuevo Testamento que se escribieron fueron, naturalmente, las Cartas de San Pablo (años 50/54) y luego, a continuación, recogiendo sus ideas e indicaciones, el resto de los Evangelios: Marcos (años 70), el reescrito de Mateo, (años 80), Lucas (años 90), Juan (100 años después)…

                Esto, por supuesto, es una historia muy, muy, muy extractada de la Historia. Y solo tiene que ser analizada desde el terreno de esa misma Historia. O sea, es la propia Historia. Porque, claro, si lo hacemos desde el terreno de la fé inducida, entonces podemos salir malparados. Los que así lo hagan, porque se basan en los dogmas impuestos y no en los hechos reales, y hasta yo mismo por meterme en camisas de once varas. Son charcos de los que uno sale embarrado… Pero la Historia es algo demostrable y la fe es intangible. Y eso crea conflictos, porque la razón se basa en los conocimientos y la fe puede llegar a negar esos mismos conocimientos si la contradicen, y ser depositada en una creencia que puede ser falsa. Lógicamente, si la fe se alimenta del dogma, y el dogma dice que la verdad es mentira, entonces es una fe dogmática, y de ahí afloran los fanatismos.

                Y todo esto, que no es más que una consecuencia razonada desde el conocimiento, y nada más, se puede utilizar contra mi persona de mala manera y peor forma. Sin embargo, lo asumo y me arriesgo a ello. Todo sea por abrir el panorama, por dar mayor perspectiva, por tratar de ensanchar estrechos horizontes. Por cierto, una fe estrecha de miras es mezquina y ruin, al igual que una fe amplia es espléndida y generosa… y enriquecedora. La fe está en el qué, no en el cómo. La fe real no se escapa cuando se abren puertas y ventanas, ni grita, ni se espanta, ni niega nada. Todo lo contrario, cuando entra la luz y el aire, puede ver mejor, y hasta llegar a comprender lo que nunca entendió…

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / El Mirador / www.escriburgo.com / viernes 10,30 h. http://www.radiotorrepacheco.es/radioonline.php

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