CELIBATOS


A mis amigos curas afectados, que lo entienden pero no lo comprenden.- Existe la escalofriante realidad de la fe dogmática, ciega, fundamentalista. Aún en el siglo XXI. La tenemos en el islam actual, en su peor forma, aliada al poder político. Y si bien en menor medida, pero también en el catolicismo, por supuesto que más atemperada por unos sistemas democráticos que obligan a respetar para ser respetados. Pero su raíz básica es la misma: no existe más cultura que la mía ni más ignorancia que la ajena. Espanta constatar, cuando un sacerdote busca su expresión natural como ser sexuado que es – por ejemplo – cómo hasta su propia y azuzada grey parroquial se encarga de crucificarlo porque está fanáticamente convencida que el celibato viene impuesto por el propio Jesús desde los mismísimos orígenes del cristianismo… 
  
                   … Y, como en tantas otras cosas y casos, nada más incierto. Durante 500 años aprx. no se tocó lo más mínimo tales pudendas partes (con perdón) ni siquiera importaban. Más bien era al revés, toda vez que el judaísmo de la iglesia primitiva reconvenía al varón célibe y ensalzaba al casado, y forzaba al soltero a tomar esposa, con mayor razón si formaba parte del sacerdocio. La cuestión ésta comenzó a suscitarse con San Agustín, 430 d.c. Antes de ser obispo de Hipona, fue seguidor de los estóicos y simpatizante del maniqueísmo más ortodoxo, que renegaba de la relación carnal por no tener descendencia a la que traspasar el pecado original adánico, ya que ello nos lanza a estar condenados de antemano “salvo a aquellos a quien Dios, en su misericordia, pugla salvar”, pero no por nuestros méritos. Eso le hizo repudiar a su mujer y a su propio hijo, Adeodato (dado por Dios), antes de acceder al obispado. Una vez instalado en la curia, hubo que establecer combate abierto contra la doctrina de un honrado por honroso monje, Pelagio, que, por el contrario, defendía el libre albedrío, la no condicionante del pecado original, y que todo ser creado tiene la capacidad de salvarse o condenarse por sí mismo a través de su propia voluntad. Así que barrió inmisericorde a cuanto obispo participaba de tal escuela, persiguió y acosó a los pelagistas hasta acabar con ellos… Y todos sabemos que fue su filosofía la que se impuso y sobre la que se fundó la Iglesia de Occidente.

                   Unos pocos años antes, en Roma, S.Jerónimo, al igual que S.Agustín, también había llevado una vida disipada y licenciosa de cagarse, hasta que de pronto ve la luz, se dá cuenta de que el consumo de magra lleva a la condenación eterna y que deberían caparnos a todos nada más nacer. Defiende la virginidad de María, predica un rechazo total y absoluto al sexo, y la mortificación corporal a manta. Su enfermiza visión de la relación carnal lo llevó incluso a escribir semejante perla: “Quien ama a su esposa con demasiado entusiasmo es un adúltero (…) todo amor hacia la propia esposa en exceso es tan pecaminoso como el amor por la esposa de otro hombre”… Tócate la pera limonera maestra armera… Contra tamaña barbaridad se alzaron las muy autorizadas voces de entonces como la del santo monje Helvidio, que apoyaba la tésis de que María tuvo más hijos, y que llevó una vida normal independientemente de ser la madre del Salvador. También una autorizada voz como la del abad Joviniano, que rechazaba la práctica ascética, así como el celibato, por ser, como textualmente lo dejó escrito, “un dogma contra natura”, insistiendo que “todo cristiano, religioso o seglar, eran igual de dignos, fueran éstos célibes, casados o solteros”. Nótese que el buen abad sabía muy bien que necesariamente todo soltero no tenía por qué ser célibe.

                   Ni qué decir tiene que tanto Agustín como Jerónimo fueron los que ganaron esta guerra. Por eso mismo ellos ganaron el título de santos, siéndole quitada a los otros tal corona, así como declarados padres del magisterio de la iglesia. Estos son los hechos. Ésta es la historia… Lo demás, el vulgus panem muy bien amasado por la alta curia de la sacra institución, no es más que pura y dura incultura, doña Pura…

                 

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