FÚTBOL PARTY
En la época de
la dictadura, cuando se oía la palabra partido
fuera de contexto, o sea, fuera de fin de semana, en un velador de cafetín y en
voz baja, la imaginación volaba al comunista y a Radio Intercontinental, que
transmitía desde la cara de afuera los Pirineos. Pero si se oía en el tramo
sábado-domingo, y en toda barra de bar y en todas las emisoras de la parte
dentro los Pirineos, entonces era uno de fútbol a la voz en grito de Matías
Prats. No había peligro. La gente podía solazarse sin problemas con cualquier
partido. Siendo de fútbol todos estaban legalizados, y permitidos, y
garantizados, incluso aconsejados, y patrocinados…
Ha pasado más de medio siglo de
ello, y parece haber transcurrido medio milenio. Pero hay cosas que no cambian
nada. Como hay cosas que cambian poco. O cambian lo justo. El escenario en que
se desarrolla el deporte, o el negocio, o el sorbesesos, o lo que fuere este
invento, ha cambiado mucho. Los decorados mohosos y ominosos, cerrados y
temerosos de antaño han trocado por otros claros y luminosos, abiertos y libres
de hoy. La gente ya no respira miedo ni recelo, si no que exuda seguridad y
confianza. Sin embargo, el fútbol como estamento sigue siendo igual. Y los
motivos oscuros y escondidos siguen siendo los mismos.
Sobre el ajedrez de hierba sigue
representándose el mismo drama épico, e igual sigue desarrollándose la misma
dialéctica de antaño: once pseudocaballeros con aureolas de héores que
defienden los colores del pañuelo de una dama de espurios intereses, contra
otros tantos que hacen lo propio. Sin embargo, en la realidad son 22
mercenarios de distintas leches cuyos únicos ideales bastardos son los
intereses de sus propios bolsillos, sus gordas primas y sus lustrosos fichajes.
Hoy en un equipo, mañana en el de enfrente. Pero algo tan obvio suele pasarse
por alto porque, en realidad, la auténtica filosofía del espectáculo no reside
en los peones vestidos de dioses que se venden al mejor postor, como puede
aparentar tal teatro, si no en la masa ciega, en el pópulus, en un público-gente-agente, que más que espectador, es
expectador.
Porque este gran, enorme,
desaforado coro, posee un importante aspecto dionisíaco: el de catalizador de
cuanto une a la tribu. En ese circo, toda irracionalidad tiene su magnus marcus, y encuentra su máximo
exponente. Allí, el dios Dionisos se alza y exige el sacrificio ritual de la
exaltación. Allí caben los rebuznos patrióticos y patrioteros, los rostros
pintados con los colores tribales, toda la parafernalia del clan, las banderas
de los integrismos nacionales o nacionalistas, puesto que, en esencia, es lo
mismo. Allí se puede fundir la peor representación de lo político y lo deportivo
en un magma donde hervimos convirtiéndonos en objetos altamente manipulables y
dirigidos a determinados objetivos.
Pero los objetivos siempre están
determinados por agentes ajenos a los objetos, no nos engañemos nosotros mismos
ni nos engañe nadie… ¡¡Gol!!. El mercenario que ha marcado se besa el anillo,
se chupa el pulgar, se estira el escudo de la camiseta, o baila una samba, pero
es solo su nómina la que sale ganando. Sin embargo, la grada cree en su cretina
excitación que el triunfo es el de su ciudad, o el de su país, su nación, y
ellos con ella, ganando loor y gloria, o que el honor y la grandeza, o la
venganza, es la de su terruño, su patio o su corrala independentista… Y que
nuestra gloria y la de nuestro grandioso pueblo está dentro de tres palos de
enfrente.
Y nos volvemos henchidos de
triunfo entre cánticos, himnos y semoslosmejores a nuestro hogar, donde nos
esperan exactamente las mismas miserias, problemas y dificultades de antes de
la victoria… Pero, claro, esa semana seremos estúpidamente felices. Mientras,
hay partidos que se mimetizan de otros partidos, y el ordeñe de las gozosas
ovejas sigue produciéndose continuamente, ininterrumpidamente, por tierra mar y
aire, en prensa, radio y tele… de cada partido de los partidos.
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