AQUEL QUE ESCRIBE


Aquel extraordinario hijo de carpintero también sabía escribir. Lo enseñarían en la escuela de la sinagoga de su pueblo, seguro… pero aquel Ieshua Bar Yousef, nazareno, sabía escribir. Claro que sabía escribir. Aunque los que han construido una religión de su mensaje liberador, de su filosofía universal, se hayan esforzado mucho en disimularlo, u olvidarlo, o esconderlo, cuando no negarlo abiertamente, diciendo que es que, en aquella época, existía la tradición oral, no escrita… Entonces, ¿el Talmud, o la Toráh, de dónde salen..?. Eso es una pamema. Si así fuera, no existirían los libros esenios, ni las crónicas de Flavio Josefo, ni ningún documento histórico de la época… ni siquiera las cartas de San Pablo. Ni tampoco los propios evangelios. Nada. Y es que eso no es así. No se sostiene. Claro que se escribía. Y lo que no tiene sentido lógico alguno, ni sentido común tampoco, es que el Cristo, que debía saber de sobrado que el legado oral muda y cambia, y se modifica y tergiversa su sentido original según va pasando de boca en boca, lo prefiriese al método más fiel y fiable que el legado escrito. Y aún y así… Nicea, por ejemplo, sabe mucho de falsificaciones en su I Concilio…

            Pero por supuesto que sabía escribir. Y lo hacía. Incluso tenemos el testimonio de un evangelista. Nada menos que San Juan. Y lo cuenta en una escena difícilmente superable en todo y por todo. Una multitud lleva ante Él a una mujer acusada de adulterio, y lo interpelan ladinamente: “En la Ley  (escrita, por cierto) nos mandó Moisés apedrear a estas mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?”. Él no les responde, atareado como estaba escribiendo en la tierra con su dedo. Este profeta, Jesús, más raro que un perro verde, no incita a la masa a hacer justicia, incluso parece ajeno a tal agravio social. Lentamente, mueve la cabeza, y, mirándoles a los ojos – no se dirige a la masa, si no personalmente a cada uno de ellos – les dice, “el que de vosotros esté libre de pecado, tire la primera piedra”… y siguió escribiendo con su dedo en la tierra… Como si nada.

            Ya daría yo un cachico de mi alma por saber lo que estaba escribiendo. Pero San Juan no lo aclara. Y si lo dijo, los eclesiales lo han borrado, omitido, desterrado y enterrado. Igual que los jetas exégetas cambian sin pudor el “estaba escribiendo” por el inócuo e inícuo “estaba dibujando”… Que ningún testimonio directo documental pueda estropearnos la interpretación dogmática del testimonio oral. Faltaría más, Tomás, que si no lo ves, no lo crees, joío… Y sí, así es, un servidor, como Tomás, me creo lo que veo… y lo que leo, más, mucho más, que lo que me cuentan. Y aún con eso, lo habré de leer de muchos puños, letras y fuentes. Pero una fé que se construyó a base de escritos y cartas (San Pablo escribió más que el encargado del registro civil), y que se diga que su Fundador no se fiaba de dejar nada por escrito, no es, precisamente, una garantía de fiabilidad. Y que luego se ordene y mande creer y adorar como verdad única lo que está en los escritos (ciertos escritos, claro) tras soltar el cuento de que Jesucristo fue un maestro oral, pues la verdad…

            Pero yo sigo enrocado en ese pasaje. No existe ningún aforismo que diga tanto con tan pocas palabras: “el que esté libre de culpa…”. Sin embargo, el aparato eclesiástico, que no didáctico, durante más de dos mil años se ha dedicado a capar mentes con la chirla de la culpa y el miedo. Con el mantra inquisidor del pensamiento impuro se han cargado hasta la imaginación… o es lo que han perseguido, al menos. Pero nadie está libre de culpa ni de pecado, nadie, y los inventores de ello menos que nadie, dado que están sazonados en el ánsia de los censores de interpretadores únicos de Dios.

            Pero a lo que iba. Que un servidor tiene fijación – pecatum meum, culpa mea – por ese precioso y preciso pasaje, decía yo… Si lo que soltó aquel Hombre excéntrico y excepcional a aquella turba de hipócritas creyentes en la Ley (y no quiero señalar paralelismos, pero ahí están), fue mucho más que un pensamiento revolucionario y liberador, y perdonador… ¿qué era lo que con tanta dedicación escribía en el suelo?. Es una técnica misteriosa, elusiva, que utiliza el narrador para fijar la atención, pero nos quedamos sin saber el desenlace dejado en el mensaje escrito por el hombre que, según sus carceleros de imagen, no escribía… Y yo tengo mis sospechas. Jesús dejó escrito, con su dedo, en la arena, el nombre de una mujer.


MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ – www.escriburgo.com – más, el viernes, 10,30 h. en  http://www.radiotorrepacheco.es/radioonline.php

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