CON MIS RESPETOS
Oscurecía
sin darnos cuenta… Jugar, para nosotros era una parte del día y en ella no
entraba la noche. Aquella en que se nos daba suelta con un pedazo de pan con lo
que hubiera en casa, y nos lanzábamos a la calle, en busca de amigos con los
que compartir alguna fantasía de las que nos dotaba nuestra virgen y fértil
imaginación. Porque fantasía e imaginación eran nuestros juguetes a falta de
otros… Piedras de la playa que convertíamos en casas, coches, personas,
desplegando en la arena toda una supuesta vida de las que solo veíamos en el
cine… Ramas de palmera que se doblegaban en armas, lanzas, espadas, tablas
viejas como escudos, con las que luchar con alguna banda rival… Pistolas de
rama de pino, o caballos imaginarios en ranchos imaginarios e indios y
cuatreros tan reales como nosotros… La imaginación, un juguete multiuso y
convertible.
Era mi abuela Julia la que aparecía
buscándonos, invariablemente, siempre atardeciendo, siempre lindando el mar,
cuando apenas veíamos su inconfundible silueta vestida de delantal y ropa
oscura, cuando oíamos su voz llamándonos a capítulo… Jodíos críos estos, que vá a venir su padre de trabajar y ellos de
noche y por ahí tiraos… Su regañina y su semblante que quería ser severo,
tan solo eran el escudo con el que quería protegernos del tirón de orejas
paterno, llegado el caso… Y nos llevaba por delante, sin parar en su letanía de
detenerse en sus aspavientos, hasta llegar a la casatienda dónde
desarrollábamos nuestro ser y nuestro estar.
Aquella abuela era nuestro ángel
guardián. Vivía con nosotros, claro, por nosotros, naturalmente, y para
nosotros, por supuesto… Ella era parte de nuestra existencia. Absolutamente. Su
presencia en nuestras vidas era como algo inevitable, protector y omnipresente,
siempre ahí, continuamente pendiente de nosotros, casi inexpugnable… Hasta que
la torre fue perdiendo sus almenas, desdentándose ella mientras los dientes nos
volvían a salir a nosotros. Y se hizo frágil, enfermó, en tanto mi hermano y yo
crecíamos y dejábamos de ser chiquillos, y ella se hizo pequeña ante nuestros
ojos. Y entonces, en esa última fase de acompañamiento de vida, pasamos a ser
sus hermanos perdidos, y llegamos a ser sus hijos, en cuyos recuerdos últimos
su enfermedad tuvo la compasión de convertirnos…
…Sus hijos. Con sus tres hijos
pequeños hubo que apechar mi abuela cuando se quedó sola, y tuvo que afrontar
una viudez huérfana de todo y acreedora de nada. Sin más derechos que sus manos
y su coraje. Criarlos, protegerlos, educarlos, alimentarlos, librarlos de la
necesidad en lo posible, de la enfermedad y del hambre. Cosa normal en la
época, por otro lado, en las mujeres sin marido y en las familias sin padre. Y
tuvo que afrontar una guerra civil, fratricida, de odios y denuncias, con un
hijo encarcelado, otro exiliado, por culpa de esa maldita guerra, sola con su
hija, mi madre, y madre de hijos vencidos en un mundo hecho solo de vencedores.
Dos mujeres solas después de una guerra perdida no es un panorama halagüeño,
precisamente. Madre e hija ante una posguerra de incertidumbres y privaciones
era una estampa repetitiva de aquellos tiempos, pero no por eso menos dura,
espeluznante y dramática… Lo más amable de la vida de mi abuela Julia vino
después, y creo que fuimos nosotros, sus nietos.
Pero me ha venido su recuerdo (la
historia de mi otra abuela no es menos acojonante. Figúrensela viuda también
y que, de cinco hijos nacidos, solo le
viviera mi padre, y de chiripa) porque parece ser que este 2.018 es el Año de
la Mujer. Y no he podido evitar traer esas primeras mujeres de mi vida a la
memoria. Y acordarme de mi madre, y de su madre, Julia, mi abuela, y revivir
sus figuras en un mundo, hoy, polarizado de mujeres trabajadoras, o cuyo fin es
ser modelos, o feministas a ultranza, desbocadas. Una sociedad, la actual, que
ha hecho una religión de ese feminismo, al mismo tiempo que una profesión de
ese posturismo. Y me pregunto qué hubiera pensado mi abuela Julia de todo esto,
si yo le hubiera dicho entonces que viviría un 2.018, Año de la Mujer. Y creo
que hubiese reído a carcajada limpia con aquella cara limpia y aquel moño
apretado en la nuca, tan fuerte como ella misma.
Y su figura, como la de mi abuela
María, como la de mi madre, se agigantan hasta tocar el cielo de la historia
humana y de la mujer humana. Y su fuerza, y su valentía, y su tremenda
personalidad en tiempos tremendos, hacen parecer ciertas cosas, y ciertos
casos, una especie de chanza, de charada. Y lo digo, claro, salvando las
distancias, y con todos los respetos del mundo…
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / El Mirador / www.escriburgo.com / viernes 10,30 h.
http://www.radiotorrepacheco.es/radioonline.php
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