DE LA AMISTAD
¿Por
qué no escribes algo sobre la amistad?, me dice alguien… Porque no es fácil, le
contesto… ¿Tú quieres que hable de la amistad o de los amigos?.. le pregunto.
¿Es que no es lo mismo?.. Pues no, no es lo mismo. La amistad es un concepto, y
los amigos son seres reales. Según tal concepto, así tales amigos. Por eso que
los amigos son la consecuencia de según qué concepto de la amistad tiene cada
cual. Y como cada quisque de este mundo tenemos nuestro propio concepto de
todo, más o menos igual y más que menos distinto, pues eso, que no es lo mismo…
Me mira como si yo fuera un extraterrestre, se sonríe a sí mismo más que
sonreírme a mí, y me da una especie de larga cambiada, así, como si se quitara
el sombrero, o mejor, la montera…
Pero a mí ya me ha dejado con el
hilo en el molde y el ovillo empezado, y habré de terminar la labor de alguna
manera. Así pues, espero que, al menos, llegue a leer esto. La amistad,
efectivamente, es un concepto, una idea, personal e intransferible, como un
cedazo de infinitas tramas, donde cada cual utiliza una, la suya, que va
variando y cambiando a lo largo de su vida. Las vidas de los que nos
relacionamos pasan por nuestro colador – y las nuestras por los suyos –
continuamente, y algunas se quedan enganchadas durante un tiempo más o menos
largo, más o menos intenso, y tejemos nuestra labor con ellas, y otras se van
desprendiendo de esa red, como algunas otras van permaneciendo, y se quedan,
hasta el final de la obra…
Somos como aquellos buscadores
de oro, ¿comprendes?.. Pasamos quintales de agua y de tierra por nuestros
cedazos, y van quedando pepitas de oro, de diferentes tamaños, pureza y valor,
que aquilatamos a nuestra existencia. Al final de la vida laboral, cada cual
tiene su patrimonio de oro (sus amigos) encontrado y trabajado con su personal
y particular cedazo (su concepto de amistad). Pueden ser muchas pepitas de oro
de poco valor, pocas de mucho valor, o de todo en la mina del Señor, como reza
el salmo de la viña. Unas están desde el principio – suelen ser las más
queridas – otras quedan a media jornada, otras cuando se está apagando la luz
de nuestro día…
Cuando somos niños, por nuestra
criba corre un chorro incesante de agua y materia de vida, impetuoso y
maravilloso, del que gozamos con la experiencia. Pero no somos totalmente
conscientes del valor de la amistad ni de los posibles amigos con los que nos
relacionamos… quizá alguno que otro quede enganchado sin quererlo ni saberlo,
desde el principio, y luego, más adelante, lo vemos brillar ahí, en el fondo de
nuestra red… La juventud es una toma de conciencia de esa búsqueda. Ajustamos
la cernera, y valoramos los amigos con avaricia. Luego veremos que son menos los
que son que los que están, pero adquirimos experiencia febrilmente… Con la
época de la madurez nos viene a nuestra red un aluvión de relaciones,
profesionales, sociales, ciudadanas, de toda índole, pero ya somos más
selectivos, escogemos un cedazo más tupido, más calibrado, quizá más exigente…
La época de la senectud es más parca en hallazgos y más adecuada como tiempo de
tasar la cosecha. Las manos son más torpes y la vista está muy cansada para
manejar nuestra ya viejo harnero, y las habas contadas caen por su propio peso.
Y lo antiguo adquiere un valor especial…
Lo que ocurre es que a esta
metáfora le falta una dimensión, aunque sirve para explicar el mecanismo de la
amistad. Y esa dimensión es la humana. Me explico… Un buscador de oro, como he
dicho al principio, lo quiere para venderlo y sacarle un producto material con
que costear su propia industria y subsistencia. Vale. Pero las pepitas que
encuentra el garbero de nuestras vidas no se pueden vender a valor de mercado,
porque es oro latente y palpitante, tiene vida propia, y elige libremente
quedarse en nuestro tamiz tras hacernos a nosotros pasar por el suyo… Nos
enriquecen espiritualmente, pero no materialmente. Son patrimonio de nuestra
propia alma, no de nuestra cuenta corriente…
Y aquí encontramos aquel argentum que, por algún motivo que
escapa a nuestro intelecto, nos acompaña desde nuestra niñez, o alguna valiosa
pepita de nuestra juventud, ya ajada en el recuerdo, o las más recientes
encontradas en nuestra madurez, ya emérita… Y todas forman un contado y escaso,
pero valioso e impagable, y preciado, tesoro de incalculable valor. Sin olvidar
aquellas perlas que nos acompañaron hasta que ellas mismas se extinguieron de
nuestras vidas, pero nunca, jamás, ya de nuestro recuerdo, hasta que nosotros
mismos nos extingamos. Quizá sean las más preciadas por su ausencia y su
recuerdo. Ojalá y todos los que me leen, a la hora de su balance, su inventario
sea, al menos, como el mío: corto pero brillante, escaso pero cálido, escueto
pero de un inmenso valor…
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / El Mirador / www.escriburgo.com / viernes 10,30 h.
http://www.radiotorrepacheco.es/radioonline.php
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