MUJERES Y HOMBRES



Las Escuelas Nacionales del pueblo estaban ubicadas en un edificio rectangular y sólido de dos plantas, monolítico, casi que en las entonces afueras, rodeado por un murete bajo con varios accesos, que delimitaba, a su vez, la zona destinada a recreo, un tanto al albur, de la zagalería masculina y femenina. La primera planta albergaba a las chicas, accediéndose por tres o cuatro escalones que se abrían por el lado este. La de los chicos era la planta superior, cuya sombría escalera facilitaba su entrada por el lado norte. Mi llegada natural, tras casi traspasar el pueblo en diagonal, era por el sur del inmueble, así que había que andar a lo largo de todo el bloque, del lado de donde se abrían las ventanas de las clases de las niñas…

                Yo tendría unos seis o siete años, y aquel corto pasaje de cada día era como una especie de prueba para mi condición de varón, y por lo tanto de valor, ya imbuida a calzador en mi corta estatura y escasa catadura de chiquillo. Y lo era, porque aquellos extraños seres que, invariablemente, se asomaban tras los cristales a mirarme con descaro – para mí no exento de cierta malicia – riéndose y cuchicheando entre ellas, y dedicándome su indisimulada curiosidad repleta de algarabía festiva, me intimidaban. Había algo en ellas de turbador con lo que no me sentía cómodo. Puede que fuera precisamente eso, que eran ellas, no ellos (mis amigos) las que captaban y jaleaban mi llegada. Y ellas no podrían nunca ser tan amigas como mis amigos, porque me alteraban, sin saber explicarme en qué ni por qué… No, definitivamente las crías son criaturas impredecibles, incomprensibles e inaprehensibles. En el único acto conjunto de niños y niñas del año, en Mayo, con flores a María, donde se nos llevaba a sus misteriosos rediles para rezar el Rosario, al ir acompañados de nosotros mismos, unos con otros, la intimidación se esfumaba, porque ejercíamos el mismo contubernio que ellas entre sí, si bien que menos ruidoso y más medroso. Cuestión de sexicorporativismo, sin duda. No obstante a ello, en los recreos, aún sin existir barreras físicas en el recinto, el reparto territorial se respetaba tácitamente por selección natural. El este y el sur para ellas, el norte y el oeste para nosotros…

                No me pregunten, a estas alturas, el porqué, el para qué, ni el cómo aquello funcionaba así. Podría llenar el resto del artículo de lugares comunes: que si la educación sexista, que si el nacionalcatolicismo, que si el puritanismo hipócrita, que si “los niños con los niños y las niñas con las niñas”… y todo estaría bien traído. Yo, al menos, no lo voy a negar… Pero hay un detalle que tampoco se puede negar, y es que / y pienso que todos, no yo solo / en aquel tiempo y edad, al menos a nivel de sentimientos, los críos no hormigueábamos ese supremacismo ortodoxo, ni de poder, ni ningún machismo, que el feminismo enarbola en su catecismo, con respecto a las chiquillas. Por el contrario, nos sentíamos cohibidos, intimidados y alucinados cuando nos encontrábamos ante nuestras narices a una de aquellas desconcertantes y mágicas criaturas. El apabullamiento era tal que el balbuceo, el tartamudeo, y el no saber qué hacer con las manos ni cómo poner el resto del cuerpo, era la respuesta más homologada de entre los chicos. Mientras, ellas reían, enigmática o abiertamente, por nosotros o de nosotros, vaya usted a saber…

                Por eso mismo que yo no creo que el creerse superior el hombre a la mujer resida en la genética del sexo. La naturaleza la impondría desde niños, y no es así. Eso se debe, o así al menos lo creo yo, a una pátina educacional posterior, de roles, tanto impuestos como asumidos, por unos y por otras. El humano, la persona, es hombre o mujer, macho o hembra, o como a mí me gusta decir: hombre o hembra, pero se hace machista o feminista en sociedades que solo miran la superioridad de un sexo sobre otro… Y no me miren así, como un bicho raro, pero la sociedad igualitaria aún está por nacer… yo diría, incluso, por engendrar. En la actualidad, el machismo ha generado una fuerza contraria – como una de las leyes de la física – proporcional, que es el feminismo, y como esa misma ley física indica, amenaza con igualarla y/o superarla potencialmente. Mientras, la igualdad, la auténtica, la genuina igualdad, la no impuesta, está sumergida por ambos tsunamis. Y yo no creo en ninguno de los dos.

Han pasado sus buenos 65 años de aquellas vivencias indelebles de mocoso, y para mí, las mujeres, cara a cara, siguen pareciéndome seres fascinantes, insondables, casi misteriosos… Y tan distintos al hombre en alma, mente y espíritu, que, a veces, aún me acojono, y llego a dudar si somos hijos del mismo Dios. Quizá la violencia de género sea un brutal complejo de inferioridad por parte del hombre, que solo la fuerza bruta puede tapar. Yo no lo sé… Pero aún me paro – cuando voy a recoger a mis nietos al colegio – para mirar a un niño  que se encuentra a solas con una niña. Y lo veo nerviosear y turbarse, y buscar con la mirada y sus gestos el punto de referencia de sus compañeros o acompañantes… Igual que entonces… Así que, por favor, cuentos, los justos.

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / El Mirador / www.escriburgo.com / viernes 10,30 h. http://www.radiotorrepacheco.es/radioonline.php


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