CRÓNICAS DEL ESTÍO
Escribo
esto en plena canícula agostina, en el ecuador del veraneo, que no del verano.
En unos días habrá empezado el desfile inverso, y la marea habrá retornado a
sus bajíos del interior, y las playas quedarán liberadas del asalto por el
asfalto… Unos cohetes más semaneros y habremos comenzado a declinar el verbo
declinar (de declive). Así que cuando esto salga publicado será en ese tiempo
de vuelta del tiempo, en que todos estaremos en otras rutinas que fueron antes,
no distintas, pero sí distantes…
Pero ahora mismo, los farenheits
andan en plan achicharre y los organismos
funcionan al ralentí. Por lo menos el mío, que ya luce edad provecta. Y
estoy leyendo los periódicos del día en el porche de mi casa-refugio, a esa
hora en que las chicharras se desperezan, y me percato que, invariablemente, de
un par de semanas acá, la prensa, que rellena páginas con el recurso de las
crónicas playeras, solariegas y procesionarias, no falta un día en que algún
colaborador más o menos conocido, más o menos famoso, más o menos espontáneo,
tire de recuerdos y cuente los veraneos de su infancia. Ya saben ustedes, según
la distancia, la generación y la querencia que se ponga en el confesionario.
Que si los viajes a la playa con la familia, que si los juegos con los primos o
sus eventuales amigos de verano azul (siempre habrá algún Chanquete en el
pisto), que si la rutina de padres y abuelos, las aventuras de los más
pequeños, que si las siempre recónditas y misteriosas siestas que dan paso a
bulliciosas tardes y templadas noches de traca, baile y guirnalda. Que si el
pasar de los días estivales y festivales…
Todos ellos guardan una especie
de hilo conductor común: la zona del paréntesis, igual en el campo, en la playa
o en el pueblo familiar. Un paréntesis de muchas horas de luz donde existe un
mundo en suspensión. No hay trabajo, no hay escuela, todo está pasado y parado,
e incluso pensado… ya digo, el tiempo del paréntesis. La rotura de una rutina
que se rellena con otras rutinas. Y aquí es donde entran todas esas crónicas
modelo Miguel Delibes. Atrasadas o avanzadas según los tacos del almanaque que
hayan pasado, pero muy parecidas, casi idénticas, en su estructura, cosida de
añoranzas.
Mis recuerdos, sin embargo, son
distintos, algo bastante diferentes. Quizá por la cosa de la frontera… Sí, es
que yo soy del otro lado, de los que ya estaban allí cuando todos llegaban, y
de los que seguían allí cuando todos se marchaban. Yo no tengo crónicas que
contar porque todo era la misma crónica, y era parte intrínseca e invisible de
esa crónica. Los que nacimos y nos criamos, y crecimos, en la zona cero de los
veranos propios y veraneos ajenos, no tenemos la misma perspectiva. Éramos…
¿cómo decirlo?.. los proveedores del relax (antes descanso) ajeno y anejo. Más
que vivir, sobrevivíamos – aún se hace en cierta forma – a ello. Y de ello. Y
por ello. Por eso, quizás, los de la costa somos gente fronteriza, que
valoramos lo que llega de fuera adaptándolo a lo que nos condiciona desde
dentro. Y también por eso, en esos casos visitantes se habla de vivencias, y en
el de los residentes, claro, de vivencias y supervivencias. Y es que no puede
ser lo mismo en modo alguno.
No teníamos escuela, pero había,
con muy pocos años en el Haber, que levantarse bien temprano. Nuestro padre ya
había marchado a su trabajo, así que, tras un rápido desayuno, teníamos que
ayudar a nuestra madre a abrir la caseta de la feria y disponer el género para
el día. Sin pérdida de tiempo alguno, corríamos más que andábamos, a la oficina
de Correos, desde donde acarreábamos varios viajes, cargando como escasos
burros, todos los paquetes de prensa, diaria o semanal, que nos llegaba al
quiosco de Murcia o de Madrid… Mi madre hacía los apartados y suscritos
mientras nosotros nos afanábamos en preparar el reparto domiciliario y la
probable venta de calle, entre dos enormes tablas cogidas con cuerdas. Aquello
abultaba más que nuestros menudos cuerpos, pero aún y así, mi hermano y yo nos
repartíamos medio pueblo cada uno. Y a pié, sandalia y gorra aguantábamos
carga, ruta y solanero… ¿Cuántos años teníamos, Jesús..?. ¿Ocho, diez… quizá
doce?..
Casualmente, nuestro itinerario
clientelar era justamente el escenario de los que escriben sus crónicas felices
de vivencias que leo hoy, aquí, bajo el estiaje de este año, ya mayor, ya
viejo, sí, ¿para qué leches disimularlo?.. Llegábamos con el Madrid, el ABC, el
Informaciones o el Pueblo, Línea o La Verdad… mano extendida en busca del par
de perragordas, y allí estaban ellos, esos críos dichosos, jugando, bañándose, disfrutando
tal y como cuentan, y que te miraban con la extrañeza propia de un niño que
mira a otro sin entender por qué ni para qué está allí… ¿Quién entonces se lo
iba a explicar a ellos o a nosotros?.. La amabilidad de la tarde era regresar
del reparto a mediodía, procurarse un baño rápido justo para comer y, pasados
los peores soles, atender tras el mostrador de la barraca a los clientes
vespertinos. Ese era el espacio tranquilo…Hasta las necesidades orgánicas había
que atenderlas fuera del habitáculo donde se nos veraneaba, dado que no
disponía de aliviadero, y mi abuela alquilaba la casa por habitaciones, con
derecho a cocina y retrete. Como todos los de la parte adentro de la frontera…
Pero no es lo mismo veranear que vivir del veraneo. No es igual veranear que
ser veraneado...
No es una crítica, ni un
lamento, ni un quejío… Tan solo la constatación de una realidad distinta a la
que se cuenta. De una cara diferente de la misma moneda, de otras historias
dentro de las mismas historias. Los veranos azules que vivieron nuestros hijos
en la tele, y los que hoy leemos publicados por los que los escriben en los
periódicos, existieron porque también existieron los otros, y fueron hechos
realidad por la realidad de esos mismos otros…
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / El Mirador / www.escriburgo.com / viernes 10,30 h.
http://www.radiotorrepacheco.es/radioonline.php
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