SENSACIONES
En la nebulosa del
tiempo… mejor dicho, de la naturaleza de mi tiempo, me vienen fogonazos de vida
que no sé archivar cronológicamente, pero que son como relámpagos de una época,
de una existencia, archivada en mi mente y pegada a mi genética, que, por
alguna causa indefinida e indefinible, salen disparados desde los anaqueles
confusos de la confusa memoria, y se incrustan, como saetas lúcidas, en mi
pensamiento. No son provocadas por mi voluntad consciente, si no que, por algún
motivo, surgen de algún fondo oscuro e inalterado, y, sin haber sido invitadas,
se hacen presentes en mi presente. Los recuerdos son nieblas de un pasado con
vida propia, como fantasmas incontestables, e inapelables…
Aquella noche de mi niñez primera había transcurrido
en un sueño confuso de vientos, tempestad y ruidos confusos y contundentes. Se
me ha borrado el preludio doméstico de aquella mañana. Tan solo después me veo
en la orilla de un mar ya calmado, pero ante un paisaje desolado, destartalado.
El paseo natural, que no urbanizado, y los atrios de las casas que afrontaban
el mar, se hallaban asaltados de algas y maderaje en caótico desorden. La
explicación de los mayores presentes era que los botes cercanos a los cantiles,
el levante de la noche los había estrellado contra los mismos, llegando sus
restos a primera línea de viviendas, deshabitadas de veraneantes. La “raya
azul” del mar, como se la llamaba, aparecía nítida y fresca, espléndida, como
recién pintada, delineada y clara en la mitad de la laguna, como si su trazado
inalterable no hubiera sido testigo de nada de lo ocurrido…
…Porque mis recuerdos son de cantiles, de muelles, no
de playas. La playa era apenas unos escasos metros de suelo guijarroso que
separaba el agua de la pared en la bajamar y los dejaba besarse y acariciarse
con la marea. Una pared de piedra y un agua tan cristalina que dejaba ver, casi
impúdicamente, todo el bullir de la vida y riqueza que exponía su lecho:
chirretes, pequeñas galúas, zorros, cangrejos que, en su época, asaltaban el
cantil con todo el desparpajo, aquella especie de anémona casi animal que se
abría sobre la escasa arena del fondo, y se ocultaba, tímida y asustada, ante
el contacto de una rama, una piedrecilla… todo un universo de incipiente vida
marina de primera orilla. Detrás de mi casa, unos escalones de piedra
desgastada dejaban abrazarse el mar y la tierra. De allí mismo cogíamos las
rocas porosas que luego convertíamos en montañas del belén familiar. Su último
escalón, ya sumergido, era otro mundo, otra existencia, otra dimensión, otras
sensaciones distintas y distantes, diferentes, que te atrapaban cuando posabas
el pie sobre la ova viva, cubierta de un espejo líquido…
…Pues el agua era espejo, y el espejo se convertía en
agua, cálida o fría, según la estación, pero siempre espejo, pues, hasta cuando
se movían rabiosas sus olas, dejaba adivinar sus fondos familiares y cercanos,
en su proximidad con nosotros… Una vez, unos cuantos zagales nos propusimos
violar la quietud invernal de un balneario San Antonio cerrado a cal y canto.
Por su lateral derecho, la punta de los pies deslizándose cautos y despacio
sobre el escasísimo reborde del remate inferior, los dedos de las manos
aferrando el resalte superior, los cuerpos, ágiles y menudos, pegados a la
pared de madera, llegamos hasta la pasarela central que daba acceso a su
interior. Mi recuerdo de aquella aventura era, precisamente, que, al mirar
hacia abajo, el poco vértigo lo producía ver el fondo del mar, dado que la
transparencia del agua apenas dejaba ver la altura de su nivel… Tal era su
salinidad y el yodo de sus aguas, que, un día, en la escuela, la torpeza de mis
pocos años hizo que me guardara el “sacapuntas” de la época (una cuchilla de
afeitar ) en un bolsillo de mi pantalón corto, de forma y manera que, al ir a
aliviar mi vejiga y subirme la pernera, el “afilalápices” me dibujara una buena
cortadura en el muslo, que no dejaba de sangrar. Me encaminé hacia el mar, me
adentré hasta que el agua llegara a mis ingles, y dejé que me cortase el
sangrado y me cicatrizara la herida. Si no hubiera sido por el “siete” en el
forro del bolsillo, en mi casa ni se hubiesen enterado… Son solo flashes, pero
entre tantos y tantos, que no cogerían todos ellos en una docena de artículos
como éste.
Este último verano estuve una noche en aquel San
Antonio que asalté de pequeño un invierno pequeño en una historia pequeña, y al
apoyarme en su barandilla de entrada y no ver el fondo por una masa de nube
gris sucia y triste, sentí una congoja íntima, dolorosa, pegada al alma, y a las
tripas, no sin una dosis de rabia sorda. Y me sentí vacío y sin palabras… Una
mujer, paisana antigua, a mi lado, debió adivinar el ahogo en mis ojos, que me
susurró: “a pesar de todo, es nuestro mar…”. “…Y va en nuestros genes”, le contesté
de modo automático… Asintió con la cabeza baja, me sonrió con pena… “sí, por
ahí anda, dentro de nosotros”.
Aunque no lo creamos, e incluso aunque no lo
queramos, el Mar Menor va en nosotros y con nosotros. Siempre. Y aún así es un
angustioso epitafio que apela a nuestros sentimientos, e incluso a nuestras
conciencias… ¿Qué pudimos hacer que no hicimos, y qué no hemos debido hacer que
hemos hecho?.. “Entre todos lo hemos matado (reza el refrán) y él solico se
muere”. Pero no es cierto del todo. No se muere él solo, porque muchos morimos
con él. Se nos muere una parte de nosotros mismos, de lo que fuimos y de lo que
somos, y eso hace que nosotros también muramos… Cuando este Mar Menor que hemos
conocido, y que hemos vivido y nos ha vivido, desaparezca, y nuestros recuerdos
también desaparezcan con nosotros, todo un mundo habrá muerto, pues ya no será
lo mismo un mundo de testimonios transmitidos que una existencia de sensaciones
vividas… Y lo que más siento de todo esto, es vivir teniendo que asistir a su
lenta agonía…
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ
http://miguel2448.wixsite.com/escriburgo
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