EN SU PRECISO MOMENTO



 Una buena amiga mía, viuda de un mejor amigo mío, al que recordamos ambos y por el que compartimos afecto y cariño (yo, muchos años de convivencia, de críos, de pueblo) me confesaba, ya pasado algún tiempo de su muerte, que esa dolorosa experiencia de larga enfermedad y separación, había terminado con su fé… Que había perdido la fé que siempre había mantenido. Que mientras él pareció re-descubrirla en sus últimos días, ella se veía imposibilitada de acompañarlo porque ya no podía encontrarla donde siempre la había buscado… Y lo compartía conmigo, envuelta en una cápsula de tristeza opaca e impenetrable, que parecía infinita… Yo le decía que, a lo mejor, no era que la había perdido, si no que la había puesto en el lugar equivocado. Que la fé es como la mitad de un todo mágico. Cada persona tiene su propia mitad, pero hasta que no se une a la otra mitad, no funciona, ni se obra el prodigio… Y esa otra mitad hay que buscarla para poder encontrarla, no basta comprarla al chamarilero que te vende el milagro a cambio de tu propio ser como persona. El secreto está en buscarla por ti mismo, sin intermediarios, sin dogmas ni normas… “Buscad, y hallaréis…”, dijo aquel genial galileo…

                Se quedó pensando unos momentos… “Puede que lleves razón”, me contestó, “porque donde toda la vida me  obligaron a creer que había algo, cuando lo necesité de verdad y fui a buscarlo, solo encontré el vacío… quizá hube de buscar en otra parte…”, añadió reflexiva. Lo cierto, es que me faltó tiempo para aclararle que las cosas pasan cuándo y cómo pasan por algún motivo que se nos escapa, y que el dolor nos impide entender, y quizá la doctrina impresa en nuestro intelecto también nos ofusca la comprensión, sintiendo que ha desaparecido la base en que apoyábamos nuestros pies. Pero las cosas no son buenas o malas, sino que son como las captamos y las aprehendemos, incluso como las moldeamos nosotros mismos: buenas, malas… y hasta peores. No existe la enfermedad que se lo llevase por delante antes de lo que nosotros creemos que fue preciso, y eso, por el simple hecho de que nadie sabe nunca cuándo es preciso nada. No sabemos precisar lo preciso…

                La vida restante nos va poniendo ante nuestros ojos continuos ejemplos que no sabemos ver. Si acaso, llegamos a juzgarlos, pero no a interpretarlos. Lo vemos como sucesos, no como experiencias. La vara de medir los acontecimientos se torna larga o corta, según las circunstancias, y casi nunca nos parece justo… Por delante de mí desfilan padres achacosos que aún les viven a sus hijos. Y oigo a esos hijos hablar de sus cuitas: de que habrá que rehipotecar la casa para sufragar la residencia… de que hemos de trabajar los dos para poder vivir la familia y que eso lo condiciona todo… de que estos horarios de mierda no permiten cuidar a nuestros mayores… que ¿dónde leches tanto hablar de conciliación?.. de roces entre hermanos, cuñadas y cuñados, de quién apechuga o se hace más el tonto.

                Y va el viejo, o la vieja, y piensa para sí mismo, sin decírselo a nadie, ¿por qué puñeta no me he muerto en su preciso momento, antes de llegar a ser una carga?.. Y también hay quién piensa, y aún lo dice, porque tiene la sinceridad y honestidad de reconocerlo, como la magnífica columnista Luz Sánchez-Mellado, que, “al morirse tan pronto y tan rápido, más que una putada, mis padres nos hicieron el último regalo, el último favor de sus vidas. No los culpo. El amor nos hace egoístas, y a mí la primera. Porque cuando pienso en mis viejos, añoro lo que nos perdimos sus hijos y sus nietos, que es más y mejor que lo que se perdieron ellos. Nunca… jamás, estaremos contentos”.

                Pero es que también me faltó decirle a mi amiga, que ni siquiera estas cosas están en nuestras manos. De momento, al menos. Ni siquiera en nuestra voluntad consciente, salvo que forcemos el normal fluir de la naturaleza. Los que limpiamos la baba de la boca, y la caca del culo, y alimentamos cucharilla a cucharilla a nuestros hijos cuando nacieron y mientras crecieron, no queremos que ellos tengan que hacer lo mismo con nosotros, mientras decrecemos para morir. Mejor el tránsito se dé en su preciso momento, aunque se diga que no era el momento, o sea, antes de llegado el caso... Pero, ya digo, ni eso nos es concedido por el misterio de la vida. No nos es dado elegir. La vida y la muerte tiene sus propias normas, sus propias sendas que andar, y hemos de aceptarlas, nos gusten o no. E intentar ser consecuentes con lo que nos toca vivir de esa vida, dulce y amarga a la vez, y alternándose en el tiempo…

                Lo único que me cuesta trabajo entender, lo confieso, es el sufrimiento… Me esfuerzo en comprender un solo motivo que lo justifique, y no lo encuentro. Me veo negado para hallarlo.  Y, sin embargo, existe por algo, por alguna causa, por algún motivo, por alguna razón que apenas acierto a vislumbrar. Alegría y tristeza, dolor y gozo, vida y muerte, no son tres pares de cosas distintas entre sí, aparentemente opuestas, si no tres cosas solas… e incluso la tres son una sola, única e inseparable cosa. La unidad de toda vida. Cuando, en algún momento del mundo, de alguna ignota y eterna existencia, elegimos vivir, aceptamos el lote completo, como en un pack… En cuanto a lo de la fé, amiga mía, búscala en el paquete.

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ

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