BUENO, VALE, D´ACUERDO...
(de El Apurón)
Hace más de sesenta años, poco para la Historia, aún con minúscula, pero mucho para las Personas, aún con mayúscula, el concepto de la NAVIDAD, al menos en mi pueblo de orígen, comparado a hoy, se parece lo que un huevo a una castaña. Tanto en los fondos como en las formas, y también en las hormas, y hasta puede que en las normas… Solo le queda el nombre: Navidad, pero ha desaparecido el concepto, si es que hubo algo al respecto, porque, lo que sí es cierto, es que no es el mismo prospecto…
La Navidad de entonces solo duraba una semana, quizá que menos, tres o cuatro días, siendo muy generosos. Comenzaba en Nochebuena, y luego se suspendía hasta Reyes, con la Noche Vieja en medio como una isla, haciendo buena pausa entre los números rojos (con perdón entonces) del almanaque, por un par de poderosas razones: porque había que currar para poder comer, y porque no existían ni convenios, ni vacaciones, ni puentes, ni nada, y la gente, ¡milagro!, sobrevivía y su salud no se quebrantaba…
Pero la Navidad era tan esperada como escueta y a tiro de escopeta, y quizá por eso mismo se le valoraba: por lo muy apreciada por tasada. Todo lo que se hacía en las casas del pueblo era reunirse las familias a comer el día de Pascua, y aviarse un buen surtido de dulces caseros, de horno comunal y panadero, con que armar una bandeja mínimamente digna que ofrecer a los amigos, vecinos, parientes y paisanos, que se acercaban a felicitarse mutuamente tales fiestas… Solo ese hecho ya cambiaba el mundo.
Para mi hermano, goloso por encima de todo, aquello era como el séptimo cielo (tocino de), pues vivía pendiente esos cuatro días de quién aterrizaba en casa para avivar a mi madre a que “sacara el carro” con que agasajar la visita (nunca supe el motivo ni el orígen del cambio de nombre de aquella bien dotada bandeja), con suerte acompañada de algún animoso mistela… Eso, y algún extra de pollo, quizá pavo con suerte, y/o embutido-navity, en las comidas comunales, era todo el dispendio extraordinario que el común de la gente aportaba de buen grado, aún no exhento de sacrificio económico, como extra y homenaje para con sus convecinos…
El personal jóven se reunía por grupos afines, y recorrían el pueblo para “felicitar el aguinaldo” a sus respectivas familias de todos y cada uno de los miembros, y llenar el corazón de alegría y el estómago de buen licor y compañía. Ese era todo el jolgorio que cabía y que se repartía. Pero se saboreaba con un espíritu de solidaridad, sinceridad y amistad, auténtico y genuíno… Nunca, jamás, olvidaré una Navidad haciendo el servicio militar, que me tocó centinela nocturna en la linde de la base aérea con la playa, en plena madrugada, ver a la pandilla de amigos y amigas aparecer de la oscuridad y acercarse a la garita, para, entre panderetas y villancicos, felicitarme la fiesta… Aún ignoro cómo pudieron enterarse de la hora y el lugar de mi guardia, ni qué industria tuvieron que mover para enterarse de ello, que se decidía por sorteo a última hora en el Cuerpo de Guardia… pero benditos sean todos por eso.
Pero todo eso, precisamente, desapareció entre las hojas secas del tiempo, no así los recuerdos, que se aferran y se enrocan en los últimos rescoldos, aún cálidos, del alma… Ahora ya no existe nada de eso. Hoy, la Navidad comienza un par de meses antes, prostituyéndose a sí misma en las antesalas de los Black Friday y los Sunday Monday o como malditas leches se llamen, y entre las luces de las ofertas comerciales y la adoración y entrega al consumo… Antes, la Navidad era un sentimiento, ahora es un negocio. Vender y consumir, tirar y pagar, es el lema vital y su única estrategia. El culto a la Hostelería ha sustituído completamente a los propios hogares que acogían y obsequiaban con dulces y vino a los que se acercaban. Ahora “se queda” en bares y terrazas, en “tardeos” y tenazas, que proliferan como setas tras la lluvia de comidas y cenasde… que para eso están ahí. Pero el sentimiento no es el mismo, ni siquiera las sensaciones son iguales. Ya nada se puede comparar a lo que aún se puede recordar… Ya no es la fiesta de la Navidad, es la fiesta de la vacuidad.
Nos cuenta Platón en “El Mito de Er”, que quienes bajaban al Oráculo de Trofonio debían beber de una fuente cuyas aguas hacían olvidar cuanto esas personas habían sido. Era un rito purificador y terapéutico que los liberaba psicológicamente, si luego, claro, bebían de otro manantial que les permitía recordar con todo detalle lo que habían experimentado durante ese instante iniciático, como en un simbólico renacimiento…
A mí me ocurre al revés… Mi rito de iniciación, si acaso, lo tuve en mi pasado, si bien lo valoro en mi presente. Y para eso, tengo que conservar el recuerdo de lo que fué con la realidad de lo que hoy es. Y la perspectiva me hace ver la diferencia. Al contrario que lo de Trofonio, no he de beber de ninguna fuente para valorar tal diferencia, pues basta con haberlo vivido para darse cuenta de que esto apenas es una mala parodia… No soy, precisamente, de los que creen eso tan manido de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, ni mucho menos. Pero se han degradado muchos, demasiados, valores, para rebajarlo todo al más puro hedonismo, y eso está meridianamente claro para los que hemos vivido otras realidades muy distintas.
Las generaciones que no lo han conocido no pueden, ni saben, ni a lo peor tampoco quieren, valorarlo… Un cuento chino, dirán, y con razón… Vale, pero por eso mismo yo me aparto, me ladeo, me quito de en medio, y me niego a vivir el mercado y el mercadeo de la manada humana.
Miguel Galindo Sánchez / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com
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