PAQUITA PAREDES, in memoriam.


No se puede hablar de Los Alcázares sin hablar de Paquita Paredes. No se puede hablar de Paquita Paredes sin hablar de mi pueblo. Los Alcázares y Paquita Paredes eran una simbiosis muy difícil, casi imposible me parece a mí, de disociar. Por eso, decir ahora que se nos ha ido una seña de identidad de Los Alcázares es quedarse corto, muy corto. En realidad lo que se nos ha ido es una parte misma de Los Alcázares. Una parte activa de su propia personalidad, de su propio sentido y estilo de entidad social, un quantum importantísimo de su propia historia, que además y al mismo tiempo, era parte viva y fedataria de toda la historia anterior, acumulada, mantenida y contenida en ella… Como en el juego de las muñecas rusas.
                   Su muñeca rusa, su matrioska, donde guardaba y salvaguardaba el tesoro de tales esencias y ausencias, es el Hotel de la Encarnación, centenario, orgulloso y acogedor, cálido y cercano como ella, sagrario de recuerdos y reliquias como ella misma. El Hotel de la Playa, para los que nacimos allí. Paquita la del Hotel, para los que allí crecimos. Un lugar que supo conservar como un mundo que fue y que aún es parte intrínseca de éste. Como una forma de vida cocinada entre añoranzas. Añoranzas valiosas, amables y tiernas. El ayer y el hoy abrasados y abrazados en un apretado nudo marinero. Y lo mantuvo a pesar de este jodido mundo, y a pesar de esta mierda de vida. Porque, al igual que con el pueblo, el hotel era Paquita y Paquita era el propio hotel, una sola existencia con dos vidas complementarias y paralelas, asociadas, transvasadas... Como la fuente y su manadero, origen y causa a la vez la una de la otra.
                   Que cómo pudo ser tal milagro, me preguntas. No existe el milagro sin el profeta. Y un profeta debe tener una personalidad firme envuelta en un trato de profundo calado. Así era Paquita, voluntad de hierro en guante de seda, inteligente seriedad enjaezada de bromas surrealistas, trato distante al tiempo que exquisito si se ha de terciar, o cercano y sensible para los próximos, que así siempre conviene con los que se comparte raíz… Y lealtad a la amistad como si de una religión se tratara. También reza la misma lectura que el profeta hace sus milagros a través de sus discípulos. Y no puede haber apóstoles sin hacer re-ligión con la amistad y la lealtad. Rosario, Isabel… no digo más nombres, que bien sabe Dios que los hay, mas para muestra con un par de buenos botones bastan.
                   Yo tuve el privilegio de crecer a su vera y a la vera del hotel mismo. De rozarme en la hechura y derechura de su presencia. De jugar a castillos imposibles y descubrimientos febriles por las vacías estancias invernales, entre las vetustas pero augustas calderas de los baños, por las misteriosas galerías altas y entre la indescriptible magia de sus añosas estructuras. Yo tuve la suerte de vivir esas aventuras tejidas de sueños compartiendo niñez y odiseas imaginadas con sus sobrinos. Yo tuve el honor de recibir su madrinazgo, aunque espúreo, si bien que a través de mi hermano, que es el real depositario del título. Yo tuve, por lo tanto, el privilegio, la suerte y el honor de haber conocido a Paquita Paredes, si no en la distancia corta, sí que en la distancia próxima… Y eso es mucho más que suficiente.
                   Sería cosa muy trillada el decir que el Hotel de la Encarnación, el Hotel de la Playa, ya no será el mismo sin ella. Es lo que suele decirse, porque así se espera que se diga en estos casos. Pero yo no me lo creo del todo… más bien no me lo creo nada. El Hotel seguirá siendo el mismo porque doña Francisca Paredes Victoria, la señora, sigue allí. Y seguirá por mucho tiempo. Seguirá mientras su recuerdo visite nuestros pensamientos y nuestros sentimientos. Mientras nos encarguemos de honrar los valores que ella encarnó y que jamás deberían desaparecer si queremos seguir sintiendo la dignidad de ser humanos.
                   Y en tanto en cuanto nos dispones un hotel entrañable allí donde estés, Paquita, madrina, permíteme la complicidad de un último guiño. Nuestro pequeño secreto, sabido por muy pocos íntimos: cuando me sientas que llego, prepárame una “llanda” de esos rollicos que tú sabes… aunque, ¡joder!, otra vez vuelva a comérmelos todos… Me entiendes, ¿verdad..?. Sí, yo sé que me entiendes…

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