DINERO VIRTUAL
Vamos a plantear
una aparente tontería: ¿las cosas valen lo que cuestan o cuestan lo que
valen?.. Lo lógico es pensar que es lo mismo, y generalmente es lo que se cree,
pero en realidad no es así. No es igual el valor que el costo. En teoría, el
valor de algo, sea objeto o servicio, sería la suma de su materia prima y/o su
elaboración, según sus propios valores, claro. Y el costo es el precio que ello
le cuesta a la gente, y que, como viendo siendo normal en vez de anormal, no
siempre, mejor dicho, casi nunca, se ajusta a su valor real. La manipulación
del valor de las cosas para alterar (al alza) el precio de esas mismas cosas
viene a ser, al final, la norma común de cualquier sistema económico o
financiero. Pero las cosas nunca valen lo que cuestan, aún aplicando el matiz
de la oferta y la demanda.
Lo cierto es que todo el
entramado está montado sobre una premisa falsa: la alteración artificial
continuada de ese principio dual. Así mismo fue el comienzo de la actividad
bancaria. El rey Jorge de Inglaterra necesitaba pasta gansa para costear la
guerra en las colonias americanas, así que mandó llamar a un judío, llamado Rostchild
por cierto… El jodío judío no le cobró interés alguno al rey, pero condicionó
su ayuda a que le permitiera imprimir papel moneda por diez veces el valor de
su empréstito, utilizando estos virtuales fondos en hacer préstamos comerciales
a los gremios de comerciantes y artesanos. Y nació el Banco de Inglaterra. No
hace falta ser Pitágoras para ver cómo se alteró el valor del patrón oro
multiplicándolo por diez, y, con ello, el de todos los bienes y servicios que
con aquellas primeras libras se compraban y vendían.
Así que si el mantenimiento de
ese sistema en el tiempo es, como el aún por inventar motor de movimiento
contínuo, hacer que las mismas cosas cuesten cada vez más, pues se registra la
ocurrencia y se pone a rular. La fiebre que produce esa actividad se conoce por
inflación. Cuando la fiebre, la inflación, es alta, el bolsillo de la gente se
pone muy, muy malito, pues eso supone que nunca gana lo suficiente para poder
pagar lo que les cuestan las cosas por mucho que le suban el sueldo. Pero es
que cuando no hay fiebre – deflación – son los administradores del invento los
que les entra la jindama en el cuerpo, porque la máquina de inflar globos se
ralentiza y se para, y eso tampoco les conviene a los que se han dedicado a
vendernos aire pintado de variados colores, haciéndonos creer que comprábamos
algo más que lo que se aparenta. La obsolescencia de los productos, o sea, la
caducidad programada de los mismos, es una muy buena prueba de ello.
Otro ejemplo práctico de la
artificialidad del sistema es el negocio de la bolsa. Una fórmula establecida
para manipular el valor de todo y enriquecer con ello a un ejército de
accionistas e inversores ávidos de multiplicar sus ganancias por el atajo más
corto. Usted se monta un circo más o menos aparente, lo viste de buena
publicidad y lo saca a bolsa. Le coloca un valor de salida equis y abre la
taquilla de las acciones. Está claro que puede perder lo que vale y arruinarse,
pero también puede hacer, ese es el juego, que “valga” diez, cien, mil veces
más que su valor real, o de salida. El engaño asumido es que el valor real es
el último en bolsa, pero lo cierto es que es el irreal. Si en un momento de la
espiral no se puede vender por lo que cuesta, la gente perderá todo su dinero
irremisiblemente. Y lo perdería porque es el valor sobreañadido, no el valor
auténtico y original de lo que se vende. Eso es lo que se conoce por
especulación. O sea, ir de culo por fiarse de un espejo.
Todo es especulación. Si China
pusiera a la venta la deuda americana que tiene comprada, el dólar no valdría
ni el papel en el que está impreso. Nada. Cero. No digamos la deuda emitida por
España… Los dineros que, en teoría, mueven los bancos, en realidad no existe.
Es todo virtual, especulativo. Si los que tienen, o creen tener, dinero
guardado, intentaran sacarlo todos a la vez y al mismo tiempo, el sistema
quebraría y se produciría el tan temido “corralito”. En modo alguno es lo que
creemos y nos cuentan. Es todo mentira. Un embuste bien urdido pero muy
querido.
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