RESURRECCIT

 

(de El Diario)


Hojeando un dominical de El País de un día cualquiera de una semana cualquiera, me encuentro con una foto glosada al pie por el – para mí, maestro – J.J.Millás. Es una fotografía impactante, que voy a hacer lo posible (a pesar de mis confesadas limitaciones en este campo) de reproducirles aquí, para que no pierdan la perspectiva que a mí me causó… En ella se aprecia tan solo que una totalidad de cuerpos desnudos vencidos, acoplados unos con otros en una especie de anónimo mosaico de teselas humanas desasosegante. Tan anodino y sensorio a la vez, que da vértigo. Lo primero que uno ve (corrijo: lo primero que uno siente) es que, a pesar de ser varones, está desprovisto de sexo; lo segundo que a uno se le viene a la mente es la ausencia de cuerpos, y la sensación de “carne”; y lo tercero, si ustedes me apuran, es incluso la ausencia de alma, de vida…

Sin embargo, son cuerpos vivos que pertenecen a personas, a entes, con ánima… Pero es tal la sensación de postración, de anonadamiento, de anulación absoluta, que este pensamiento solo se abre camino en un esfuerzo por razonar aquello que los ojos miran. En estos casos, de mirar a ver hay un trecho de dolorosa estupefacción, cuyo análisis se nos hace muy cuesta arriba. El todo y la nada de un ser humano en un clic, en un fotograma que encierra toda una lección de metafísica, o de metapsíquica, o de meta-usted-lo-que-quiera.

En esa instantánea se muestra una especie de ganado humano sometido, que tiene apariencia de vivo por nuestra suposición intelectual, pero que también podría estar muerto. Nada se deduce de ello… Y, sin embargo, nos decimos a nosotros mismos que su misma sensación compacta nos sugiere vida, quizá, pensémoslo, más movidos por un deseo, por una esperanza, por una fe, que por una realidad concreta. La cuestión es que nos transporta al universo de las posibilidades, aunque venga del mundo de las degradaciones.

Esa estampa, en su inmovilidad, en su inacción, en su amasijo humano, está exenta de toda belleza. La carne paralizada y sin aparente vida es fea, amorfa, corruptible… Si apenas se vislumbrara un poco de movimiento – nos decimos – podría ser grácil, como lo es, por ejemplo, el de una manada de gacelas, pero así, que no sabemos si respiran, si es que duermen, o si solo mueren… y es que nada más que el movimiento de la vida, ya es bello. Tan solo que el “pnéuma” de los antiguos griegos, o el ánima de los romanos, ya traspasa a la materia grosera de la carne, le infunde la armonía del movimiento, y le transmite la sinfonía de toda la naturaleza viva. Ya no es un pedazo de carne de matadero. Es un pedazo de energía viva. Viene de lo mismo, pero no es lo mismo.

Y supone lo mismo sin serlo, porque nunca se está totalmente muerto, igual que nunca se está suficientemente vivo… Lo he dicho muchas veces, pero lo repetiré una más: el movimiento entrópico con que fue dotado el universo, ponga usted todo lo creado, no permite la muerta absoluta, sino la transformación continua. Lo que pasa es que dejamos de percibir la vida a ciertos niveles de baja consciencia, y entonces lo asociamos con la muerte, e incluso nosotros mismos, cuando dejamos de verlos físicamente y sentirlos.

Volvamos entonces a ese montón de carne humana aparentemente inanimado, e imaginemos retrospectivamente que, tras insuflársele ese soplo, ese hálito, de respiración, empieza a moverse al ritmo de la naturaleza que le rodea, como cualquier ser vivo con el que la comparte… Cuando de una región ignota del cosmos le llega otra señal aún más sutil, esos cuerpos toman esa conciencia de sí mismos, de la que carecían, y se transforman en seres únicos, con la capacidad de conocerse, de pensar y de discernir por sí mismos. Y cada uno se convierte en creador… o en des-creador. Ya no solo se mueve, baila, danza, convierte el ritmo en armonía; ya no copia, si no que crea por él mismo, de sí mismo y para sí mismo; ya no descubre, si no que encuentra, y construye… su propia salvación o su propia condena. Y él lo sabe.

Y así se convierte en su propio ángel y en su propio demonio, pues también se convierte en destructor. Y entonces el baile, y la danza, y la música, igual se convierten en un des-arte grotesco, inarmónico; y lo que crea lo mercantiliza, o lo funde en moneda de ladrones; y ya no re-construye, sino que destruye… Y se convierte en el principal enemigo de sí mismo; y se anula y se esclaviza a sí mismo; y termina en la foto por donde hemos empezado. Y acabamos por donde mismo comenzamos…

Por eso que esa fotografía es una metáfora, una analogía, una enseñanza universal, una perfecta sincronía… Y es eso mismo: una sincronía perfecta porque nos llega con su fin: para ser analizada y pensada. Las existencias de las personas están llenas de esas sincronías, que nos pasan ante nuestros ojos pensantes como los pájaros sobre nuestras cabezas., que los miramos pero no los vemos. No siempre los captamos, pero algunos revolotean insistentemente entre las nubes de la mente como queriendo transferirnos algo. Son como palomas mensajeras que siempre llevan algún mensaje en el pico para alguien, o quizá para todos, o solo para los que esperan.

Puedo estar equivocado, y lo he repetido ya muchas veces, óiganmelo pues otra más, y discúlpenme, pero yo creo… estoy convencido, de que vivimos el final de un ciclo, la decadencia de una era, etapa, tiempo, cultura o civilización, o lo que sea esto… Que cada cual lo tome como le venga en gana, pues, al fin y al cabo, forma parte de su propio albedrío… pero yo no me fío.

Miguel Galindo Sánchez / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com

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