ALEJANDRO, EL GRANDE
No voy a resistirme escribir sobre un sobrino-nieto, sobrinietos los llamo yo, que apenas cumple en esta fechas su primer año de ser, aún a pesar de la discreción que sé persiguen sus padres. Pero es un homenaje de gratitud que creo le debo a tan importante personajillo. Alejandro se llama. Desde antes de asomarse a este malhadado mundo ya le diagnosticaron una serie de severas deficiencias en su incipiente organismo. No las voy a describir aquí por no fomentar morbo ni dolor, pero tantas y tan importantes que la enorme tristeza se hermanó con el más profundo estupor. Pero es que, nada más nacer, le fueron descubriendo más anomalías que ir añadiendo a su inicial vivir, en una espiral angustiosa y canalla de dolorosas sorpresas y descubrimientos de mayores sufrimientos. Ahora acaban de practicarle su, quizá que ya penúltima, intervención quirúrgica. Siete horas de quirófano. Y ya van cinco… ¿o son seis, Alejandro?.. las laboriosas y difíciles operaciones que su menuda e impresionante fortaleza lleva soportadas en su incipiente cuerpo.
Dicen que los dioses solo existen, pero que los hombres viven. Y esta corta frase, en su contexto, pone al ser humano por encima de los propios dioses, en cuanto a que la experiencia de vivir es mayor que el mero existir, pues una existencia estática y estética, por muy eterna que ésta sea, es menos enriquecedora que una vida llena de vivencias, por muy corta que ésta pueda parecer. Quizá por eso mismo aseguran que los ángeles tienen envidia de los hombres, ya que Dios nos puso por encima de ellos… o, al menos, eso cuentan. El caso es que yo nunca terminé de creerme del todo tal aserto, dado lo que hay, pero la verdad es que Alejandro se empeña en demostrarme que bien puede ser cierto, dada su increíble resistencia natural – que aún no intelectual, pienso – y su titánica lucha en aprovechar el asombroso regalo de su vida. Y así lo confirman sus magníficas y espléndidas batallas de cada uno de sus días.
Porque los dioses no son Dios, tan solo que en la parte alícuota que participan de su Ser y de su eternidad. Pero nada más. Sin embargo, los hombres son dioses que han decidido correr el riesgo de vivir, sufrir, gozar y morir en una realidad creada por ellos mismos y para ellos mismos. Y convirtiéndose en dioses humanos, pierden el recuerdo de lo primero para lanzarse a la aventura de lo segundo. Alejandro es un dios menor, quizá de los llamados ángeles, que también ha decidido vivir en vez de existir, con toda sus fuerza y plenitud, en todo su vigor, su dolor y su valor. Y, colándose de rondón en mis cavilaciones más desveladas de mis búsquedas, me lo está mostrando a mí, que soy un creyente descreído, a través de su sobrehumano esfuerzo para ser humano.
Es cierto que las más grandes enseñanzas se reciben de los más pequeños. Es verdad que aprendemos de los que, sin saber que son aún, sí saben que quieren estar para llegar a ser sintiéndose, y además con una determinación y una voluntad que asombra en su grandeza. Es innegable que las lecciones nos llegan a través de la soberana fuerza de lo débil, en la impetuosa perseverancia de lo más frágil, con el imparable deseo de todo comienzo. Cuando decimos “es ley de vida” lo decimos mal, porque tan solo lo aplicamos al envejecimiento, a la decadencia y a la muerte. Pero la ley de vida también está, y está sobre todo, en la pujanza del principio, en el incontenible empuje de cuanto nace a este jodido y puñetero mundo. Porque si la ley de vida es morir, ley de vida es sobrevivir, y aún más que otra cosa, ley de vida es vivir. Alejandro, en su infinitud de lo chico, en su fragilidad de lo fuerte, lo está proclamando en cada una de sus horas.
Un día llegará en que el mal sueño se convierta en mal recuerdo. Ojalá así llegue a ser. Llegará un tiempo en que cada uno construiremos nuestra propia enseñanza de tu pasado. Ojalá también así sea. Un tiempo en que tus seres más próximos, y los más cercanos/lejanos como este escribidor que escribe, nos preguntemos desde la sosegada distancia el porqué de tanto sufrimiento. Quizá la contestación esté en cambiar el porqué por el para qué, no sé… Y nosotros, tus inevitables mayores, en nuestra ignorancia de lo ya vivido no sepamos la respuesta que tú ya sabes en tu sabiduría de lo por vivir… Pero sí quiero que sepas, que para mí, para todos, tú siempre serás el Alejandro conquistador de su propia vida. El pequeño Alejandro, el magno…
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