LAS FRONTERAS

Hay una frontera en todo y para todo. Unas veces parece que nos vienen impuestas, bien por los demás, bien por el tiempo, aunque el tiempo sea nuestra más necia creación, bien por las circunstancias, aunque así llamemos a nuestra excusas, bien por causas ajenas a nuestra voluntad, aunque no a nuestro subconsciente… Otras veces, la mayoría de ellas, esas fronteras las ponemos nosotros, nos vienen colocadas por nuestro propio interés, o comodidad, o utilidad, porque así dividimos y parcelamos nuestros asuntos, y de ese modo nos parecen más fáciles de abordar… Hay veces que las fronteras son inconscientes, pues es una manera de convertir lo voluntario en involuntario, una cierta evasión de responsabilidades… 


                …Pero el caso es que vivimos con fronteras y entre fronteras. Somos seres fronterizos, con todo lo que ello implica. El café te llega hirviendo, pero a ti te gusta caliente, ni hirviendo ni tibio, así que aguardas la calidez justa, pero siempre hay algo que te traiciona en esa misma frontera, y no lo logras, así que, o te quemas, o lo vomitas mentalmente. Igual que nunca captas la frontera mágica entre la noche y el día. O te pilla durmiendo, o te pilla insomne, pero nunca te pilla viviéndola. Como la frontera entre el otoño y el invierno, o entre la primavera y el verano, que jamás somos capaces de experimentarlas, de convertirlas en emociones…

                Tampoco nos paramos nunca en el  sobrenatural paisaje que nos brinda la frontera entre la niñez y la adolescencia, ni entre la mocedad y la madurez, ni entre ésta y la vejez… No apreciamos el relevo de guardia, los cambios, hasta que éstos se han adueñado de nosotros y nos han hecho sus esclavos. Y entonces nos damos cuenta de lo que hemos perdido sin apenas sentir que lo perdíamos.

                Observamos con expectación al recién nacido, una milagrosa creación repleta de pequeñas y múltiples fronteras maravillosas, y pasan todas y cada una de ellas ante nuestra vista de ciegos, sin verlas, sin sentirlas, sin disfrutarlas, sin experimentarlas… Al igual que el café, el niño pequeño te hierve en las manos y en el alma, pero te entretienes en los prolegómenos y pierdes la calidez para encontrarte con la tibieza. Jamás con la plenitud. Las fronteras pasan deprisa para lo despacio que vamos nosotros… ¿o es justamente al revés?..

                Nuestros hermanos, amigos, esposos, hijos o nietos… Fronteras vivas a nuestro lado que son como el pié de rey, la medida, como el contraste del metal de nuestra propia vida. No vemos cómo crecen y descrecen con nosotros, maduran y envejecen en distintas escalas de nuestro camino pero en el mismo escenario de nuestra vida… Como no vemos el nacer de la flor del cactus, o como no percibimos el madurar de una fruta verde, o el agostar de una planta. Al cruzarse sus fronteras con la nuestra no apreciamos ninguna de ellas. Vemos los porqués pero no vemos los cómo. Sabemos porqué se encanece pero no sabemos cómo se encanece. Y eso es porque hemos perdido las fronteras… mejor dicho, hemos perdido la oportunidad de borrar las fronteras al no tener la capacidad de vivirlas. No podemos eliminarlas, por el hecho de no verlas. Al no ser dueños de los pasos, no nos hacemos dueños del camino.

                Fijadse en esta columna de hoy. Existe el aúge del principio y la decadencia del final. Un café caliente que se vá enfriando… ¿Podemos hacer nuestro el lugar exacto de esa frontera?, ¿podemos conquistar ese paso fronterizo entre dos valles?.. Si nos esforzamos, las anularíamos, y entonces quizá encontraríamos otra cosa: el auténtico sentido de la existencia.


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