APOCALIPSIS


Es la palabra que designa un significado cambiado. Creemos que significa destrucción, aniquilación, el acabose, el fin del mundo… y no es así, pues lo único que quiere decir es “Revelación”, esto es, aclarar, desvelar, transmitir… De hecho, cuando aquél extraño evangelista escribió en Patmos, donde el emperador Domiciano lo exilió casi un siglo después de Cristo, lo único que aquel viejo solitario quiso escribir, y así lo hizo y tituló, fue una serie de revelaciones que le vinieron a su intelecto cristiano (no católico).

He dicho extraño evangelista, porque este Juan no se sujeta a los moldes de sus compañeros escrituriales. Ni en las formas ni en los fondos… Este Juan transmite lo que le llega desde su rol entre visionario y esclarecido (desde la distancia, quizá más de lo segundo que de lo primero), si bien que en un lenguaje acorde a su época, sus circunstancias, sus sentimientos y conocimientos e influencias, claro. La lectura de sus escritos dos mil años después tiene más de misterioso, si acaso, que de catastrófico.

Aunque nuestro misterioso Juan pintara sus cuadros, como es perfectamente razonable y natural, vistos en perspectiva, desde un misticismo y figurativismo absolutos, ¿cómo, si no?.. Plásticamente revela el trabajo de la entropía universal, según la segunda ley de la termodinámica, y una sabiduría filosófica mucho más antigua: que todo principio debe tener un final. Que lo interpretemos como el “final de los tiempos” no deja de ser una verdad parcial, dado que, de Lemuria acá pasando por la Atlántida ha habido unos cuantos fines de tiempos, o de eras, o de culturas, o de civilizaciones, o de…

No deja de ser el mismo mundo desde otras perspectivas evolutivas, llámese renovación, léase salto quántico, o créase lo que le venga en gana… La cuestión, en verdad, no es que vuelva a pasar, o no, lo que ya ha ocurrido muchas veces a lo largo de la Historia; la cuestión es que un personaje, digamos “iluminado” de hace un par de milenios, captara el ciclo natural de los universos y nos lo contara, naturalmente según su nivel cognitivo y comprensivo de entonces.

Lo que no sería de sentido común es que no aportara la impronta de sus tiempos: un recién llegado cristianismo, aún con las primeras influencias mesiánicas que arrastra de su origen, y bajo el estandarte de sus primarias y primitivas creencias. Como no podía ser de otra manera, tuvo que adoptar el lenguaje profético con el que luego fue interpretado por una nueva iglesia administradora de una renovada religión, a la que vino de perlas sus tono admonitorio y ominoso.

En realidad, si nos fijamos bien fijados, este San Juan estaba más imbuido de la cólera de Yahvé, dios de los ejércitos, que de la mansedumbre de Jesús, revelador del Padre; más impregnado de la Ira de Dios que de la piedad de Cristo; era un profeta más pegado a lo mosaico que a lo cristiano; más propenso a la venganza que al perdón… Lo que pasa es que nos han hecho fijarnos más en los matices del lienzo que en el fondo del cuadro, y en su totalidad solo vemos lúgubres presagios.

El sentido del ultimátum profético con el que el catolicismo da pátina al Apocalipsis siempre tendrá vigencia, y siempre se podrá decir que “vivimos tiempos apocalípticos” sin faltar a la verdad estricta, pero sin la verdad universal, ya que tales condiciones siempre se han dado desde que el mundo es mundo: guerras, sequías, calamidades, hambrunas, plagas, mortandades, crisis sociales y/o económicas, climáticas y/o sanitarias… Toda la historia de la humanidad se desarrolla sobre un camino de violencia continua y continuada.

Es posible que toda la odisea del hombre sobre el planeta sea un solo y único Apocalipsis desde su principio hasta su final; o puede que sea una serie de apocalipsis seguidos uno tras otro, hasta que un dios de los muchos en competencia que nos hemos dado, se le ocurra poner fin al rosario… no lo sé. Con un par de botones nucleares que se pulsen son suficientes. Pero aquél San Juan jugó una carta que se repite en la baraja infinita e indefinidamente.

Esas son las bolas del bombo con que jugamos nuestra lotería, y que es una lotería que siempre toca, porque siempre lleva consigo una bola Alfa y otra bola Omega… Tal y “como todo fue hecho”. Claro que sí, eso es algo ineludible. Ya Empédocles, 500 años antes de Cristo, dejo dicho y escrito que “todo lo que tiene un principio habrá de tener un final”, y no dejaba de tener un sentido de apabullante lógica, y eso supone y lleva consigo un Apocalipsis de principio a fin.

Exactamente igual que yo mismo tengo próximo y a la vista mi propio y personal apocalipsis, sea revelación o sea disolución, o quizá ambas cosas, cuando, a toque de trompetazos, cada partícula de “lo que soy” – que no “el que soy” – salga escopeteada de mi cuerpo (Microcosmos) y desaparezca por donde mismo vino, y se disuelva en el Todo que es la Nada (Macrocosmos), antes de que El que me habita me ponga los puntos sobre las íes, ponga precio al peine, y me busque un nuevo destino, si a bien lo tiene. Vamos, digo yo… Y puede ser que ese Trono del apocalipsis sanjuanero sea un espejo lenticular en el que se refleje ese Yo al que tan poco conozco.

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com

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