¿CALLAR O DENUNCIAR?

 

Algunas veces, una sola y verdadera historia real es más descriptiva que toda una saga general. No sé si será por mi afición a leer, o a escribir (ambas son las caras de una misma moneda), pero a mí me ocurre eso precisamente: que un ejemplo concreto ilustra más que todos los anales por muchas variantes que en ellos se encierren… Por ejemplo, el otro día me enteré del caso de la primera víctima que, en España, denunció por lo civil un hecho de abuso sexual cometido en lo religioso. Resulta tan aclaratorio como modelo y en reacciones, que no puedo pasar por alto el comentarlo.

Fue a principios de los noventa, hace ya sus buenos treinta años… Alessandra Martín, entonces de ocho tiernos y vulnerables añicos, tuvo la valentía de contar los abusos de un cura, Lluís Tó, responsable religioso de primaria en el muy selecto colegio de Sant Ignasi (LO-28/7). Sus padres, dolorosamente escandalizados y alarmados, acudieron a denunciarlo a la dirección religiosa del centro. Como costumbre cuasi general en estos casos, no hicieron puñetero caso, valga la redundante redundancia en que caen y recaen siempre… Como eran creyentes practicantes, ni siquiera solicitaron castigo, pero sí que lo apartaran de la docencia para evitar más lamentables casos. Ni siquiera eso hicieron.

Así que pusieron el caso en manos de la justicia ordinaria (el primer caso sentenciado en nuestro país por pederastia de un religioso) donde, la entonces magistrada Margarita Robles – hoy Ministra de Defensa – le impuso la pena de dos años; el mínimo castigo, a mi parecer, para un depredador sexual infantil… Está probado (La Fugida, documental) que a los sacerdotes jesuitas se les facilitaba una vía de escape enviándolos a su colegio en Cochabamba Juan XXIII, para que siguieran satisfaciendo sus instintos con niños bolivianos, que se ve son más sufridos…

La secuela de esta historia veraz es que, mientras el cura abusador seguía ejerciendo de su sacerdocio y de su pedofilia en un país sudamericano, a la niña Alessandra se la expulsó de su prestigioso colegio religioso “por perturbar la paz escolar”… No hacía tanto tiempo que se había destapado el estercolero de los Legionarios de Cristo, y su fundador Marcial Maciel, donde las víctimas se contabilizaban por centenares, incluyendo a jóvenes seminaristas.

 Al tal elemento, lo separó Ratzinguër de su selva de caza llevándolo a Roma y dándole un alto cargo en Il Santo Uffizi, o Santa Inquisición si lo prefieren. Convenía ceder a sus podridos negocios de mafias y mordidas para comprar el silencio de unas familias, incluso autoridades, encubridores de su corrupción, que permitían sacrificar a sus hijos e hijas en beneficio del muy sagrado y lucrativo negocio de la fe. Nada más sencillo en aquel tiempo y en aquellos lugares que ahogar la voz de los niños y niñas, y jóvenes, sacrificados. Y así se ha venido haciendo hasta hoy.

Afortunadamente, la mayoría de los países del mundo han tirado de la manta y puestos los puntos sobre las íes… menos aquí, donde la Conferencia Episcopal Española, enfrentada al mismo Francisco por dicho tema (pregúntense porqué este Papa no visita España), sigue sin hacer el mínimo caso a las autoridades, negándolo todo, falseando casos y pruebas, mintiendo y echando balones fuera; y sin escuchar a sus propias víctimas que lo denuncian. Y esto se debe a que en este país de prelados catolicortodoxos existe una sociedad peculiar, aún anclada en la Santa Omertá

¿Le inquieta al creyente poder mantener la fe, una vez sabido que sus intermediarios divinos abusan de sus criaturas más allá de cualquier consideración moral, y ocultan y protegen a los abusadores, aún sabiendo que siguen abusando?.. Es una larga pregunta que me he hecho a mí mismo muchas veces. Dada la consecuente respuesta a la vista, está claro que NO. Y eso es porque mantienen una fe equivocada, errónea, o, al menos y como poco, desenfocada: Miran más, mucho más, el dogma que el propio mensaje evangélico; y si se acercan al segundo, no es desde su librepensamiento, sino a través del obligado por mamado filtro de esa misma Iglesia escondedora de pederastas y practicantes de un muy católico anticritianismo.

Existe una máxima irracional, una “santa norma”, en esa institución: “No hacer nada que pueda dañar a la Iglesia”. Ahí no entra el pederastismo de sus miembros, pero sí el que se diga y que se sepa. Y se persigue, no al pecado ni al pecador, sino al revelador y al acusador. Por ese juramento se obliga a esconder bajo la alfombra cuanta basura que no se deba saber, y se declaran enemigos de la Iglesia a cuantos lo divulguen; no se acusa al delito ni al delincuente, sino al que lo grita y reclama justicia… El mismo Vaticano mantiene ciertos “cuerpos de seguridad” paralelos y más o menos secretos, al margen de toda legalidad, dedicados a velar por este axioma de proteger a la Iglesia como sea, incluso por encima del propio Cristo.

Ya en el siglo XVI, el Papa Pío V instituyó un corpus de espionaje y seguridad, conocido por La Santa Alianza, con miles de agentes informantes y actuantes repartidos por todo el orbe católico, dedicados a tales fines, incluso a la “supresión del problema”. Con la llegada de Juan XXIII se redujo a mínimos, si bien al poco, en cuarentena su Concilio Vaticano II, el polaco Woijtyla la rescató y aumentó sus efectivos… El caso es que ese cuerpo especial de operaciones vaticanas nunca se ha suprimido del todo, lo mismo que el Santo Oficio, que sigue hibernando y subactuando entre bambalinas… Y si bien esas bambalinas son cada vez menos disimulables, su auténtica fuerza coactiva y de apoyo sigue residiendo en la autoceguera de sus conocidos por “creyentes”, que no solo son practicantes, sino que también hacen de papel secante.

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ  /  info@escriburgo.com / www.escriburgo.com

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