LAS CUATRO PREGUNTAS
Según Kant, todo el saber filosofal está en cuatro preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo saber?, ¿qué me cabe esperar, y ¿qué es el ser humano?.. Casi nada. Ya no son esas retóricas de ¿qué somos?, ¿de dónde venimos? y ¿a dónde vamos?, que, luego a luego, las damos hasta por imaginadas. Éstas son difíciles y complicadas de verdad, y todas están endiabladamente relacionadas entre sí; pero eso me pasa por releer a Kant, que no tenía yo otra cosa que hacer mejor que desenterrar lecturas pasadas.
Pero fíjense si resulta curioso, que, si entonces, siendo yo joven y comiéndome el mundo (en realidad el mundo me comía a mí) ya me resultaban complicadas, pues hoy, cuando ese mundo me está regurgitando, y en teoría debieran resultarme más digeribles, son, por lo contrario, más difíciles de meterles mano… Naturalmente, ustedes me dirán que quién me manda a mí darme la tabarra y dársela a ustedes, ya de paso, con tales pregunticas, pero se las tropieza uno por el camino y parece que, al menos, debemos de intentar sacarle el gajo, a fin de intentar conocernos un poco, aunque solo fuera por estar andando el final de ese mismo camino (y lo digo por el mío, claro).
Las dos primeras, el ¿qué puedo saber? Y el ¿qué debo saber?, son tan intrínsecas la una con la otra que debieran contestarse por sí solas, pero nos da cierta vergüenza tener que reconocer que cada día sabemos menos de lo que deberíamos aprender, ya que nos esforzamos por hacernos con lo que no tiene valor alguno… Y eso nos ocurre a todos y cada uno de nosotros en mayor o menor grado. Si nos parásemos a pensar un poco, deberíamos convenir que en esta vida, destinada a la adquisición de un aprendizaje concreto, por alguna causa o motivo; la consecuencia más lógica es que debamos saber aquello que podemos saber; y que se venga con ese propósito objetivo – cada cual el suyo, por supuesto – y que tales conocimientos sean compartidos con todos y entre todos, ya que servimos en un plan y estrategia colectiva: la humanidad.
Sin embargo, si nos fijamos en la agenda en que nos hemos forjado nuestros proyectos inmediatos, medios y futuros, se basan en tan solo que un par de cosas: en salidas y en comidas. Las dos idas sin venidas. Cuántas comidas nos hemos de engatillar y con quiénes, y cuántas salidas nos tenemos que programar y para qué… Ahí lo encerramos todo; ese es nuestro nivel existencial; a eso le damos genuino valor: tú pásatelo bien y lo demás no importa; la cuestión reside en hacer amiguismo del hedonismo, y lo demás ya vendrá por sí mismo… Y tan es así, que estamos absolutamente convencidos de que la auténtica valía reside en ser traídos y llevados, y bien comidos por mejor consumidos; y que se nos juzgará por las Guías Michelín que hayamos visitado y/o conocido, o que nos hayan conocido a nosotros. Solo hay un Dios, y el Inserso es su profeta.
De ahí que la tercera pregunta, ¿qué me cabe esperar?, ya se puede dar por contestada: ser bien movido y mejor comido; buena mesa y mantel y practicar turismo masivo, o pasivo, y tonto el último… Eso es lo que nos cabe esperar; lo que en verdad esperamos es lo que queremos esperar: el ji-jí, jo-jó en un continuo sin fin; el vacío más absoluto que imaginarse pueda uno… Uno como yo, claro, naturalmente, que estaba equivocado en tantas otras cosas, porque estaba convencido de otros tantos casos. Tremendamente equivocado, claro.
Por eso mismo que la última pregunta kantiana resulta hasta absurda: ¿qué es el ser humano?.. Díganmelo ustedes, por favor, ¿qué es?, ¿qué somos?, ¿qué hemos hecho de nosotros mismos?, ¿en qué nos hemos convertido?.. Desde luego, en compuestos hormonales más que neuronales; en máquinas de sentir más que de pensar; en tratar de premiarnos a nosotros mismos más que en conocernos a nosotros mismos; en perdernos cuando deberíamos encontrarnos; en buscarnos por donde ya no estamos.
Einstein murió cuando estaba a punto de descubrir la “Teoría del Todo”, como él la llamaba… Una simple y sencilla fórmula magistral que englobaba la multiplicidad universal en el Uno. De habérnosla legado, tampoco la habríamos entendido, y no sé si hubiera servido para algo, salvo para desatar la mayor arma de destrucción masiva, tras haberlo explotado y vendido como viajes del Inserso a través del tiempo y del espacio. A nuestra estupidez humana tan solo le sirve como bomba, no como conocimiento. A la vista está y a los resultados del ahora me refiero. Si nuestros cerebros no son capaces de desliar más allá del “pasapalabra”, o del inmediato “pasalobien”, es que tampoco sabemos usarlos, mucho menos valorarlos, y entonces, ¿para qué molestarnos en lo que está más allá de nuestras capacidades?..
Mi gran duda es la siguiente: que a pesar de todo, yo me digo a mí mismo que, aún a costa de nuestra soberana estupidez, si el ser humano se hace igual a sí mismo determinadas preguntas, es porque, en buena lógica, en teoría está capacitado para hallar las respuestas correctas; pues si no fuera así, simplemente, no se las haría, ¿no?.. Lo que pasa es que somos la entidad con los medios en sí misma tanto como para ennoblecerse como para embrutecerse, y eso se demuestra a cada instante de nuestras respectivas vidas, tanto en privado como en colectivo… Soy consciente que, a mi edad, y llevando en la joroba del alma lo que llevo, mi mayor y mejor patrimonio es el mental. Por lo que le pido a Dios, y a los ángeles de guardia en cada momento, que me lo cuiden y me lo guarden hasta el final de los pocos almanaques que me quedan, si a bien lo tienen, y así lo disponen.
Es muy posible que, a la postre, el ser humano, su verdadera trans-cendencia, su genuina importancia, resida en la mente, y no en ninguna otra víscera; en su atributo intelectual, y no en su body talla XL y demás estiraje, companaje y baratija. El problema es que nos hemos tomado el billete cambiado en taquilla… Y así nos va después de todo, y a pesar de todo… Pues nada, nosotros mismos.
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com
Comentarios
Publicar un comentario