MR. MARSHALL

No hace mucho que me volví a ver el genial retrato que Luís Buñuel hizo de la atrasada historia de los 50 con su “Bienvenido Mr. Marshal”, con Pepe Isbert y Manolo Morán tirando del carro… La fina ironía del director maño pone hilo a la Historia y cose retales pegados a mi memoria. Al fin y al cabo, los segundos nacen de la primera. Y mis recuerdos, como el de todos y cada uno de nosotros, no dejan de ser historias de esa misma Historia. Los de mi edad podemos comprobarlo, y los más jóvenes lo comprobarán por ellos mismos con el paso del tiempo… tan solo hay que recordarlo y examinar el camino andado, a veces desandado.
El conocido por el “Plan Marshal” es la ayuda vestida de humanitaria que el presidente Truman puso en marcha tras la II Guerra Mundial, en que Europa quedó devastada y la hambruna hizo presa en muchos de sus países… Cuatro meses después de que a mí me nacieran, el americano plantó su firma para que EE.UU. empezase a reconstruir nuestro continente, en algunos sitios empezando por sus estómagos. Francia, Gran Bretaña, Italia… incluso la propia Alemania, cuyos ciudadanos habían parido, apoyado y elevado a un Hitler que causó la friolera de 60 millones de muertos, se les perdonó su responsabilidad en ello, y fueron parte preferencial en la recepción de esa ayuda.
Pura estrategia, claro. Rusia le escupió a la cara la tal “ayuda”, y desarrolló su propio “Plan Molotov”, por lo que había que rehacer una Alemania occidental que no dependiera de la oriental, como quedó dividida en el reparto que hicieron los vencedores en la Conferencia de Yalta. No había otra… Sin embargo, España quedó excluida por un par de buenas razones: por haberse declarado neutral (si bien fue aliada nazi); y, precisamente por eso mismo: por ser un enclave fascista entre democracias; a pesar de que había salido de una guerra civil y aquí no había ni garbanzos con que acompañar la nada, y eso, a pesar de que Franco, aún en su régimen fascista, empezó a hacer cucamonas a los vencedores sobre ese mismo fascismo europeo.
Pero como la política no es de fiar – nunca lo ha sido – Norteamérica se convirtió en el valedor del dictador Francisco Franco, por otro par de razones: por ser un anticomunista redomado, y eso contrarrestaba al bloque soviético; y porque la península ibérica ocupaba un lugar estratégico y apetecible para montar sus bases militares… Así que, dicho y hecho. Eisenhower se dio una vuelta por aquí, Franco lo recibió como recibía a los de Adolf antes, y pelillos a la mar… Tú me metes en el Plan Marshal, de momento, y luego en la Onu, Ike, acho, tío… y yo te cedo algunos cachos del país para que pongas tus bases andequieras: Rota, Torrejón, Cartagena… tú mismo. Hasta te compro la chatarra sobrante de la guerra en tu armería si el tío Sam, a cambio, disimula mi dictadura sobre los españoles hasta que me muera bien muerto. Y el americano demócrata hasta las botas, concedió su OK.
El pellizco de ese Plan Marshal que yo pillé, en aquellos años de posguerra, fue en la escuela: durante la mañana, en el recreo, se repartía un vaso de “leche americana”, que cocinaban las crías del colegio de abajo bajo la supervisión de sus maestras; unos polvos desleídos en agua que hacían un grumoso bebedizo difícil de tragar, ni siquiera que echándole azúcar y canela a aquello. Algunos, con suerte, se libraron de aquella tortura, como mi hermano, al que mis padres consiguieron un certificado médico por intolerancia… Y luego, por las tardes, una cuña de queso salado, que don Joaquín sacaba de unas latas grandes y amarillas, aportando nosotros el cachopan de casa, claro…
Eso es lo que nos llegaba del tío Sam a aquellos zagales de posguerra para que aguantáramos cuarenta años la dictadura. Sin remordimientos de ninguna conciencia, faltaría más… Por eso digo y me repito que la Historia siempre la escriben los que ganan las guerras, y los que mandan, y luego la retocan y le ponen las comas, los paréntesis y los acentos, y los puntos, a los que la viven. Después vienen los historiadores no paniaguados y sacan las conclusiones por libre para ajustar esa Historia a la realidad lo máximo posible, y los que la lean después sepan a lo que atenerse, si es que les interesa saber la verdad que anida entre el cuento.
Lo que hemos de sacar de todo esto, creo yo, es precisamente eso mismo: que nuestras vivencias y existencias forman parte, y conforman, todo lo que después se escribe como Historia; y que no son ociosas en sus experiencias, pues nos dota de la perspectiva necesaria para analizar los casos y las cosas, y para saber sacar las conclusiones necesarias a fin de saber valorar nuestro hoy, nuestro presente, nuestra propia actualidad… La participación de cada cual, sea activa o pasiva, nos otorga profundidad y conocimiento; y es parte de nuestro patrimonio intelectual y vivencial de nuestra realidad.
Eso lo tenemos ahí, sí o sí… Pero luego, igual tenemos el libre albedrío del que también hemos sido dotados. Y esta facultad humana es la que hace que apreciemos o despreciemos tales conocimientos y experiencias… Nosotros mismos. La responsabilidad es personal, de cada cual; y el nivel de profundización también queda a nuestra libre elección. Podemos guardárnoslo como anécdotas, cuentos de Calleja, o historietas del abuelo Cebolleta… O podemos ponerlos en perspectiva y aprender lo que aún no sabemos.
¿Y de qué vale eso?.. ¿para qué sirve?.. se me podrá preguntar con todo derecho. Yo pienso que para una sola y única cosa: para evolucionar. Todo lo que existe y ha existido está sujeto a la evolución. Las leyes universales evolutivas van desde la materia a la energía; y alcanzan tanto a la masa como a la inteligencia. Y resulta que nosotros, seres pensantes (a veces lo dudo), participamos de todo ello, cada cual en su personal proporción. Somos individuos a la vez que gente, e igual podemos elegir entre pensar por nosotros mismos, o ser pensados por otros. O dejarnos pensar por la masa, que es aún peor… Nuestras experiencias son únicas en nosotros, y a la vez, son parte de lo colectivo, justo en esa Historia que es de todos. Así que…
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com
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