RETROVISORES

El primer automóvil que conocí (mejor, lo conocía por) “la Tomasa”… Estrecho, alto, forrado de tablas barnizadas; y dentro dotado con dos bancadas, a babor y estribor, y una barra central a donde agarrarse el pasaje por la cosa del traqueteo. Era el vehículo que llevaba el Correo desde su estación de tren en Torre-Pacheco hasta San Pedro cada día. Nosotros lo esperábamos en Los Alcázares, y nos avisaba con su agónico – pero magnético – “auuggg, auuggg” pasado el cementerio y por la carretera de tierra y piedra prensada que unía ambas poblaciones, antes de revestirse de asfalto… A veces, le salíamos corriendo al encuentro, lo bordeábamos en marcha, y trepábamos por la escala lateral hasta el techo, donde transportaba las sacas de correos y los paquetes de periódicos de los que mi hermano y yo nos hacíamos cargo… Aquel engendro funcionaba con una especie de reconvertido gasógeno de lo que antes era una especie de caldera alimentada por la combustión de cáscara de almendra.
Bastante después, una noche, en el Tapa, se corrió la voz de que Flores, el padre de Julián, había comprado un Biscúter, como algo muy especial… Cuando me lo enseñó mi amigo, me pareció el invento más amanoso del siglo. Aquel biplaza se me reveló como un ingenioso minidescapotable; como una enorme lata de sardinas abierta con minúsculas ruedas brillantes; como una preciosa carroza sugerente de aventuras inimaginables… Un día, Julián me invitó a subir e ir de paseo por la carretera general. “Hasta donde lleguemos”, me dijo sonriente un domingo por la tarde. “Tú y yo” (tampoco cabían más en aquello), y allí que salimos en dirección San Javier…
Lo pasamos, y también San Pedro, pero a la altura del cruce del Pilar, empezando una somera cuesta, avisó Julián: “se está calentando cosa mala”, así que tuvimos que quitarle peso de encima, bajándonos cada uno por un lateral, y empujándole aliviando el motor durante un buen trecho – o eso o esperar sentados – hasta que se refrigerase un poco… “Hay que ayudarlos en las cuestas”, me dijo con la sapiencia de conocer el percal. Así llegamos hasta Torrevieja, donde aquello dijo que hasta aquí y no más, Tomás. Era época de Habaneras, pero no llevábamos más que un par de duros en los bolsillos, así que nos entretuvimos en probar suerte – sin éxito, a pesar de la labia de Julián – con unas cuantas zagalas sin vigilancia, y, al empezar a oscurecer, convenir que, con las pocas luces nuestras y las menos del Biscúter, mejor iniciar el regreso por si las moscas.
Lo habíamos dejado aparcado en el puerto, y al ir a recogerlo, se le había deslizado el freno y estaba al borde del pretil, a punto de echarse al agua a pescar sardinas… Lo rescatamos a tiempo, sudamos en volver a arrancarlo, y en la odisea de la vuelta pasamos más frío que pingüinos árticos… Era contemporáneo suyo otro artilugio de tres ruedas en triángulo, éste cubierto, de nombre “Iseta” pero lo más parecido a medio huevo. Un huevo que se abría a su acceso por la parte anterior, y en cuya puerta frontal iba encasquetado el volante. Una maravilla de la imaginación para los escasos medios de entonces… Pero un derroche de técnica comparado con lo que daba la época.
Tuvieron que pasar algunos bastantes años para poder disfrutar de uno de los primeros y míticos “Seiscientos”… Cuando diluviaba, mi padre y yo nos veníamos a trabajar en el de Paco López, que nos daba cobijo en su lujo, con Alfonso Gómez de copiloto. Aquello era la comodidad, sofistificación y satisfacción en un solo lote; la regalía a unos extremos que a mí me parecían de una exquisitez incomparable; la confortabilidad hecha pecado… En aquellos inviernos, ese recorrido lo hacíamos en una Lambretta-125, forrados con periódicos pecho y espalda, que era el mejor aislante inventado para no coger una pulmonía en tránsito.
Luego, ya después, prosperamos hasta el punto de aspirar (mi padre tuvo que echar toda la carne que había, y la que no había, en el asador) al nuestro con techo de lona, medias ventanillas abatibles, palanca frontal de tres velocidades y chásis de hojadelata: el Citroën 2 caballos (decían que su motor era un poco más potente que el de una lavadora)… Aquello, sin llegar a ser un Seiscientos, claro, ya nos satisfacía a nuestras necesidades, convirtiendo sus dos caballos en media docena de mulas de transporte de papel y pintura…
Si cuento toda esta peripecia histórica, es porque sé que a mis lectores mayores les hará recordar, y a los más jóvenes les hará dudar… Pero ese tiempo no hace mucho que existió; es una época que fue ayer mismo, en que, casi de un salto, nos plantamos en el hoy que ellos conocen. Unos porque no han sabido conocer; otros porque no han querido saber; otros que no les importa porque creen que no se puede volver… pero se equivocan los que piensen así… El Biscúter y la Iseta no tenían marcha atrás, y había que aparcarlos a pulso y brazo; pero los demás la llevaban incorporada, y estos tiempo igual la traen de fábrica.
Muchas veces confundimos la evolución humana y la revolución tecnólogica creyendo erróneamente que es todo lo mismo, y que van juntas y son inseparables la una de la otra. Pero no es así, y nos equivocamos como ceporros… Se puede evolucionar a nivel moral, espiritual y en conocimientos de valores, a la vez que podemos involucionar en medios materiales y recursos tecnológicos. Pero es que al revés también puede ocurrir. Y ocurre. Y entonces, nos damos cuenta que aquella gente estaba mucho mejor preparada para enfrentarse a las dificultades y luchar contra ellas que cualquiera de los de hoy… Y cuánta mayor velocidad tomemos, mayor riesgo de derrapaje afrontamos.
El último apagón de muestra nos lo demuestra (perdonen la redundancia)… Sus abuelos vivieron y supieron vivir entre apagones continuos y diarios, donde había más horas sin electricidad que con ella; con carburos con que alumbrarse y máquinas a pedales con que moverlas y salir p´adelante… Y otras muchas descalabrantes inventivas. Y descacharrantes sucedáneos, como aquellos primeros teléfonos que eran un par de palmos más adelantados que el tam-tam (hablar con Murcia suponía medio día de retraso, sino un día entero), y solo como ejemplo entre otros muchos. Y no llega a un puñetero siglo de esto que hablo. Y volvemos a estar a un jodido paso de estropearlo todo y volver a la fresquera y al quinqué… Yo digo que más nos hubiera valido no olvidarlo que tener que volver a aprenderlo. Pero si ustedes creen que no es así, que estoy equivocado, pues entonces me alegraré muy mucho de estarlo.
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com
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